"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

viernes, 25 de junio de 2010

Amigas


Emily jugaba con una llave en la arena. La llave era dorada de día, pero de noche robaba a la luna un poquito de su color. La pequeña Emily le daba vueltas y vueltas, y miraba de reojo el astro de plata.

Minutos antes, Emily contemplaba las estrellas, tumbada sobre la arena. Con la boca abierta y la cabeza sobre los brazos, las contaba una y otra vez. No era fácil, ya que a cada momento se encendían nuevas luces en el cielo, mientras que otras desaparecían. Se hacía tarde pero ella no tenía sueño, debía permanecer despierta.
Por fin encontró lo que buscaba: una estrella fugaz. Murmuró su mayor deseo, con los ojos cerrados y los puñitos apretados. Pasaba las noches en el jardín de su abuela, a la espera de estrellas fugaces que hicieran realidad su gran deseo. Aquélla era su estrella, seguro. El deseo se cumpliría.
De repente se quedó dormida, agotada por la intensidad del momento, y cuando despertó, no estaba sola.
Una chica rubia la miraba fijamente a los ojos, pero en cuanto la miró, desvió la mirada hacia el horizonte azul oscuro. Una pulsera de plata en su tobillo llamó su atención. Llevaba un viejo vestido e iba descalza. Su mirada perdida y su piel blanca como luz asustaron a Emily, quien se incorporó rápidamente.
-¿Quién eres?
La chica desconocida no respondió. Siguió mirando un punto fijo en la lejanía, hasta que su cuerpo sufrió una fuerte sacudida. Asustada, palpó su cuello y sonrió, aliviada. Giró lentamente la cabeza y descubrió a Emily, que la observaba con cuidado.
-Me llamo Monique.
Su voz sonó suave y tranquila. Emily sonrió. Monique era muy bonita, y sus ojos verdes brillaban de forma especial con cada palabra pronunciada. De repente, ya no parecía tan siniestra.
-Yo soy Emily.
Le dio la mano y sonrió. Monique no contestó, ni siquiera parecía haberla oído. Soltó la pequeña mano de Emily y apretó las suyas, nerviosa. La luna llena se reflejaba en sus ojos verdes, y su extraña sonrisa iba y venía.
Emily descubrió que aquello con lo que jugueteaba su nueva amiga era una llave, dorada y grande, que contrastaba con el color desvaído de su vestido rosa. Sintió como el miedo roía su corazón, su pequeño corazón.
Tenía miedo de que la estrella no hubiera escuchado bien su deseo, tenía miedo de Monique.
-Monique… esa llave… ¿Para qué es?
-Es un secreto.
-Las amigas no tienen secretos entre sí.
-¿Nosotras somos amigas?.- Monique miró a Emily, atravesándola.
-Sí.- dijo ella, temblando al principio, serena a final.
Monique se puso en pie y se alisó el vestido, dejando caer pequeños granos de arena que desaparecieron antes de volver al suelo.
Miró la llave con desconfianza, la estrujó contra su pecho, y la separó con fuerza, acercándola a Emily. Repitió los mismos gestos una vez más. Parecía dudar cuando murmuró:
-Toma, te la regalo. Ahora que es tuya, debes conocer su secreto. Esta llave abre la luna, pero sólo cuando ésta está llena. Llévala siempre, y ten cuidado, mucha gente quiere hacerse con ella.
Emily cogió la llave y pasó el dedo por sus extrañas inscripciones. ¿Abrir la luna?
-¿Qué hay dentro de la luna?
-Nadie lo sabe.
Las palabras de Monique no tenían ni pies ni cabeza. Emily se sentía como en una canción, lenta y suave, algo extraña, que la balanceaba a un lado y a otro. ¿Qué habría dentro de la luna? ¿Guardaría la verdad, la felicidad, la inmortalidad? Demasiado típico. ¿Guardaría caramelos de todos los sabores? ¿Una amiga para ella? Las diferentes notas la adormecían, su cuerpo se relajaba…
Monique se tumbó en la arena y le hizo muchas preguntas a Emily sobre la amistad.

“La amistad es aquel sentimiento que une a dos o más personas, que les enseña a compartir, a vivir, a soñar… Te mantiene viva aunque tengas ganas de morir. Nunca subestimes a un amigo, Monique. Puede dártelo todo… o quitártelo.”

Cuando Emily terminó de hablar, abrió los ojos, y se encontró sola de nuevo. Sus ojitos oscuros se deshicieron en lágrimas, mientras apretaba la llave con fuerza contra su mejilla, repitiendo una y otra vez su deseo...


“Quiero una amiga para compartir, vivir, soñar y reír.”

martes, 22 de junio de 2010

Victoria


Querida Vic, cada uno de los segundos que nos separan me han arrancado las ganas de marchar, pero las ganas vuelven en cuanto pienso en ti.
No puedo quedarme, y lo sabes. Esto es lo mejor que podría haber hecho. Quizá el tiempo nos una de nuevo, en otra ciudad, donde podamos ser felices juntos. Hasta entonces, vagaré solo, escribiendo mis canciones, acompañándolas con el recuerdo de tu voz.
Han pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo, pero como bien sabes, de los errores se aprende. He aprendido a no dejarme llevar, a no dejar que nadie piense y decida por mí, a ser yo mismo.
Dirás que debí darme cuenta antes, y tendrás razón. Pero no podía quedarme, no podía ver como tus esfuerzos por hacerme feliz se deshacían en nada. Quítatelo de la cabeza: no es culpa tuya. Yo no podía ser feliz allí, tú acabarías por dejar de serlo a mi lado.
No preguntes a Annie, ella no sabe dónde estoy. No me arrepiento del tiempo que compartí con ella, ni de aquello que hice, aunque he tardado en darme cuenta.
Ahora, mientras el tren coge velocidad, estarás abriendo tus bonitos ojos. Es como si te estuviera viendo: te despertarás acurrucada, como siempre duermes, aunque haga calor. Tu pelo color miel sobre las sábanas azules brillará más que nunca, como para recordarme lo suave y perfecto que es. Te añoro tanto… Añoro tus ojos grandes, expresivos, y las comisuras de tu boca, que se inclinan hacia abajo cuando sonríes.
Añoro tus abrazos, tus mirada perdida, el rubor de tus mejillas aquella noche.
Nunca olvidaré aquella única noche. Victoria, esto no funciona, acordarme de ti me lo pone más difícil. Pero haga lo que haga, mi mente te evoca una y otra vez… Aunque me dirijo al norte, el paisaje se me presenta cada vez más muerto, a medida que me alejo de ti. No entiendes por qué me voy, ¿verdad? Yo a veces tampoco.
Sólo sé que no puedo ser la causa de tu infelicidad. Huir es de cobardes, y yo soy el más cobarde de todos. Tendría que habértelo dicho, haber secado tus lágrimas todas las noches que llorabas pensando en mí, y haberte besado cuando quería hacerlo.
Lo importante es que te quiero, y tú también a mí. Eso no cambiará nunca.
La vida es demasiado complicada, y el nuestro no es un cuento de hadas. Si lo fuera, Annie sería la bruja, ¿verdad? Vic… no puedo ni sonreír. Necesito tus palabras para eso, y aunque sé que nunca sabrás todo esto, que nunca leerás esta carta, quiero que sepas que te quiero, que siempre lo hice. No fue un error, ni un mar de dudas. Fue la indecisión de un cobarde, un cobarde que te quiere y que no quiere que sufras por él.
Algún día volveremos a vernos, pequeña, y estoy seguro de que no me saldrá la voz, como ahora.
Algún día… espero que sea cuanto antes. No podré ir muy lejos, no seré capaz, pero… me gustaría verte pronto. Búscame… yo buscaré tu pelo en cada gran ciudad, en cada colina verde, en cada bar oscuro… buscaré tus párpados cerrados y tu sonrisa hacia abajo.


Franccesco besó la nota, que se había mojado con una sola lágrima, la arrugó y la lanzó al aire desde el tren, que se alejó a toda velocidad.

jueves, 17 de junio de 2010

Distancia


-Tenía miedo de que te enfadaras conmigo, de que me reprocharas mi actitud.
-Ellen… Últimamente estás muy rara, y sabes que me molesta, pero yo nunca me enfadaría por una de tus historias.
-Siento estar así, Ian…- reprimí una lágrima.- Pero es que no sé lo que me pasa.
-Sí lo sabes. Pero no quieres contármelo.
-Tienes razón. Es que creo que si lo digo en voz alta, se acabará cumpliendo.
-Soy yo.- Me miró profundamente a los ojos.- Puedes confiar en mí.
-Es que… no quiero que llegue el verano. No quiero separarme de ti, es demasiado tiempo. Y si… ¿y si la distancia es más fuerte que nosotros? ¿y si las noches de verano, pegajosas, infinitas, nos traicionan?
Lo había dicho. Ahora vendría un sermón sobre la confianza. Mojé su hombro con mis lágrimas, guardadas demasiado tiempo, y lo abracé con fuerza.
“No quiero perderte nunca” susurré en su oído.
Ian me miró, muy serio, y me dijo:
-Nada, absolutamente nada es más fuerte que nosotros. La distancia no podrá con nosotros, tus dudas, sí.
Cogió mi cabeza entre sus manos, y me acercó a él. Así, sobre los labios del otro, ambos pronunciamos a la vez unas palabras sacadas de un libro muy especial.
“Prefiero estar contigo, con todo lo que eso implica, a estar sin ti.”



Una azafata me pregunta si quiero algo de beber, y le respondo en inglés, educadamente.
Como estoy junto a la ventanilla, me pongo los auriculares y me sumerjo en el cielo nocturno.
Allí abajo, las grandes ciudades no son más que tatuajes de luz en una piel oscura, dibujados al azar, sin orden, formando historias en mi cabeza. Algún día las relataré todas.
Ahora, aquí sentada, me doy cuenta de que no tengo dudas, ni grandes ni pequeñas, y de que todo es posible si estamos juntos. Conseguiremos vencer a la dura distancia, y seguiremos escribiendo nuestra historia.
Recorreremos todo el mundo, que se despliega ante nosotros, y desharemos las partes oscuras, dejando tan sólo las de luz.


Disculpad el retraso. He estado una semanita en Londres, y no he podido escribir. Ha sido genial, y me ha dado muchas ideas nuevas :) Responderé todos vuestros comentarios en cuanto pueda. Un beso a todos, gracias por esperar.

miércoles, 9 de junio de 2010

Hell Bells.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la canción. Me había pasado el día encerrada en casa, como ayer, como antes de ayer…
Había tenido la brillante idea de escuchar todos los discos de música que había dejado tras de sí.
Nada más levantarme me había puesto la camiseta negra de su grupo favorito, y había subido el volumen al máximo. Con cada trago a la botella mi frenesí enloquecía un poco más.
Muchos fueron los vecinos que llamaron a mi casa, gritándome que bajara el volumen, en vano. Seguí cantando como una loca, con el pelo revuelto y los pies sucios. Las lágrimas me habían esparcido el rimel por toda la cara, y mis labios estaban resecos. Pero todo eso carecía de importancia. Bailé, salté y canté una a una todas las canciones que mi reproductor me escupía a la cara.
Cuando le tocó el turno a ACDC y las campanadas del infierno hicieron retumbar las paredes, alguien llamó a la puerta.
Ignoré los golpes, y seguí sacudiendo la cabeza, con el mando de la tele en la mano, haciendo las veces de micrófono.
Al otro lado de la puerta, ese alguien se impacientó y sacó unas llaves de su bolso negro. La puerta se abrió y Liss apareció en mi salón, asustada.
-Amelie, ¿puedes bajar la música?.- a la pobre casi no se le escuchaba.
Me acerqué con desgana al aparato y bajé el volumen, sólo lo estrictamente necesario.
-¡Liss! ¿Qué haces aquí? ¿Quieres un trago?
Mi amiga se deshizo de mi abrazo y puso cara de asco.
-No… gracias. ¿Estás borracha?
Me hizo mucha gracia la idea. ¡Yo, borracha! Hacían falta muchos tragos para emborracharme a mí.
-¡No, mujer! No pasa nada, no te preocupes.- sonreí.
-Estás hecha un desastre… ¿no te has mirado al espejo? ¿Qué diría tu madre si te viera así?
-¡Ajá! Te ha llamado mi madre, ¿verdad? Te ha dicho que vinieras a cuidarme.
-No… no me ha llamado tu madre. Pero has acertado en una cosa: vengo a cuidar de ti. Me quedaré contigo una semana, no puedo faltar más en el hospital.
-¡Has venido desde Madrid sólo para cuidarme!- la abracé con fuerza. Intenté decir algo más, pero la tristeza se había apoderado días atrás de mi garganta, y además el alcohol me había nublado las ideas. Me dolía todo el cuerpo de tanto bailar. Liss interrumpió mis pensamientos. Tenía una botella vacía en la mano.
-Nunca te ha gustado el whisky.
-Lo sé, pero es lo más fuerte que tengo. Me ayuda a… dejar de pensar.
-Amelie… no puedes dejarte en manos de una botella. Mira, se acabó todo esto, ¿vale? Lávate la cara y apaga la música. Ayer me llamó y me dijo que te cuidara, sabía que harías alguna tontería así.
Había dicho que no había sido mi madre. Entonces, ¿quién la había llamado? Reprimí una arcada.
-¿Quién te ha dicho que cuides de mí? ¿Quién te ha llamado?.- me abracé a mí misma y miré al suelo, esperando la respuesta.
No, no podía ser… se había ido para siempre, me había arrancado el poco aire que tenía y me había dejado sola en la oscuridad. Para disimular las lágrimas que brotaban de mis ojos, me reí entre dientes. Se me había puesto cara de loca, lo que transformó mi risa nerviosa en carcajadas frenéticas.
-Me… me ha llamado ÉL. Está muy preocupado por ti.
Las carcajadas se desvanecieron de golpe, dejándome sin salida.

viernes, 4 de junio de 2010

Miedo


-Hoy tampoco sonríes. ¿Qué te pasa?
-Ni siquiera yo puedo pasarme todo el día sonriendo.
-¿Acaso te faltan razones para sonreír? ¿Acaso te falta algo?
-Me falta la seguridad de que todo esto va a salir bien.



Llegué a casa en silencio, intentando desalojar aquella conversación de mi mente, pero fue en vano.
Era tarde, así que todos deberían estar acostados. Aún así, no me sorprendió ver la luz del salón encendida: a mi hermana le encantaba quedarse toda la noche viendo la tele. Ella y sus sesiones de cine.
Me quité los zapatos y entré en silencio.
-Buenas noches.- Le di un beso en la mejilla.
-Buenas noches. ¿Carlota está acostada?
-Sí. Ha tardado mucho en quedarse dormida. Es como tú cuando tenías su edad.
Sonreí. En algo se tenía que parecer a su tía.
-¡¡Mamá!!
Mi hermana hizo el amago de levantarse, pero la contuve.
-Voy yo, sigue viendo la película.


Encontré a mi pequeña esperanza tumbada en la cama, abrazada a la almohada. Me senté a su lado y la besé en la frente.
-Cariño, ¿qué te pasa?
-Tengo miedo, Ellen. Me da miedo la oscuridad, hay cosas en mi habitación, y no puedo dormir.
Encendí la luz y abrí uno a uno los armarios, llenos de ropitas de colores.
-¿Lo ves? No hay nada. No debes tener miedo. A ti no puede pasarte nada malo, y mucho menos ahora que yo estoy aquí.
No la había convencido. Seguía mirando hacia un lado y otro, respirando con fuerza. Gotas de lluvia empezaron a repiquetear en la ventana.
Me gustaba la lluvia. Últimamente llovía mucho. Quizá el cielo sabía que algo iba mal, que había que limpiar las huellas que dejaron mis lágrimas.
-Ellen... tú... ¿tú nunca tienes miedo?
Suspiré. Siempre acertaba. Era increíble, aquella niña sólo tenía cinco añitos y ya parecía conocerme a la perfección. Eso era bueno y malo a la vez. No podía mentirle.
-Claro que sí, y mucho. Ahora mismo, por ejemplo, tengo mucho miedo.
-¿Qué clase de miedo?.- sonreí de nuevo.
-¿Hay diferentes clases?
-¡Sí!.- asintió enérgicamente, haciendo bailar sus rizos castaños.
-Tengo miedo del propio miedo, me tengo miedo a misma.
Carlota se levantó de la cama y me abrazó con fuerza. No quería que viera a su tía llorar, pero no pude aguantar un par de lágrimas. La quería tanto... Odiaba ver mi tristeza reflejada en sus ojitos grises.
-¿Qué pasa, peque?
-Ése es el peor de todos.