"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

sábado, 30 de octubre de 2010

Palacio.

Tumbada de lado sobre el enorme colchón, recordé mi llegada a Palacio.

El búho me miraba con sus enormes ojos naranjas, impaciente. Sus plumas negras y marrones cambiaban de tono a la vez que su mullido pecho subía y bajaba.
Parecía señalar la gran puerta de dos hojas de madera con el pico, así que supuse que debía entrar. Apreté con fuerza la llave que llevaba colgada del cuello y empujé la puerta con cuidado.
Acto seguido aparecí en una enorme sala cristalina. En el suelo estaba mi hermana gemela, recién descubierta.
“Qué raro, ¿por qué está boca abajo?” pensé.
Mi gemela arqueó las cejas y se encogió de hombros, imitándome. Una voz clara me habló e hizo que mirara hacia delante, al fondo de la sala.
-Bienvenida.
Al final de una alfombra plateada de forma alargada había un pequeño trono transparente sobre el que descansa una mujer. Se dejaba caer sobre el cristal con gracia, y junto al trono había una pila de libros viejos de diversos colores y tamaños.
-Gracias.- acerté a decir.
La mujer tenía los ojos de un color extraño, violeta apagado, casi rosa. Yo nunca había visto unos ojos parecidos, y al principio creí que llevaba lentillas. Sus iris parecían sonreírme con hospitalidad. Tenía el pelo largo, que caía por su nuca y descendía hasta sus omoplatos, de color castaño oscuro, y contrastaba demasiado con su piel clara y sus ojos extraños. Iba vestida como yo solía imaginarme a la Julieta de Shakespeare, con un vestido largo, pasado de moda, de color morado. Aun así, me pareció bonita, muy bonita. Sin duda, ella resolvería mis preguntas.
-Perdone…
La mujer del trono sonrió, mostrándome una hilera de dientes perfectos, blancos, relucientes.
-Puedes llamarme Helle.
-Helle, ¿dónde estoy?
Helle me miró fijamente, desconcertada. Mi pregunta parecía haberla tomado por sorpresa, como si yo debiera saber la respuesta. A pesar de que se encontraba sentada en un trono, algo que significaba realeza, me miraba como a una igual, casi con cariño.
-En mi palacio de cristal. ¿No sabes cómo has llegado hasta aquí? ¿No me buscabas?
Intenté recordar. El malabarista, el miedo, mi huida, el callejón, el fuego, la bola reluciente, la mano de tinieblas que llegó demasiado tarde y no pudo aferrarse a mi tobillo. Las imágenes se sucedieron en mi mente a la velocidad de la luz.
-Estaba huyendo de… algo. Había una bola de cristal dentro de una hoguera, yo la toqué y… apareció un búho.
-Entonces… ¿Realmente no lo sabes?
-¿Qué debería saber?
Comenzaba a impacientarme. Tenía miedo. Miré hacia abajo, pero la alfombra me impedía ver a mi gemela; me deslicé hacia la derecha y suspiré con alivio: ahí estaba. Me miraba con asombro, como yo a ella. Me agaché y su figura se redujo, alargué una mano y ella acercó la suya a la mía.
-¿Quién es?.- preguntó Helle.
Nunca le había contado a nadie lo de mi gemela. Mis padres creían que yo no lo sabía, y además yo lo había descubierto hacía poco. La primera vez que la vi fue mientras el malabarista hacía sus juegos. En el centro de una llama vi mi rostro, es decir, el suyo. Y desde entonces, la idea me obsesionaba. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? Sólo sabía que estaba cansada y perdida. Lo más sorprendente de todo era que no añoraba Madrid, ni a mis padres. Me sentía genial allí, y entonces yo aún no sabía que no me había ido de la gran ciudad. Helle seguía mirándome, así que decidí mentir, pero las palabras se escaparon de mi boca, haciéndome daño en los labios, cortándomelos.
-Mi gemela.
Me llevé la mano a la boca con disgusto, y traté de tranquilizarme. De repente, en el suelo de cristal comenzaron a escribirse palabras en un idioma extraño que no comprendí.
Pero la mirada clara de Helle estaba fija en las palabras, que aumentaron su tamaño y giraron despacio.
Se levantó del trono y me miró fijamente.
-¿Sabes alemán, Deva?
Ah, era alemán. ¿Cómo iba a saber yo eso? A mis padres no les gustaba mucho viajar y yo nunca había visto nada escrito en alemán.
-No. ¿Qué pone?
Helle asintió con la cabeza pero no respondió a mi pregunta, sino que me indicó el camino que debía seguir para encontrar un baño y un dormitorio y me dejó allí, en la enorme sala, con miles de interrogaciones flotando sobre mi cabeza.

Me levanté de la cama y me puse unas zapatillas un poco incómodas que encontré junto a la cama. Sobre la colcha había una nota que yo había pasado por alto.
“El silencio no es el entorno natural para las historias. Las historias necesitan palabras. Sin ellas palidecen, enferman y mueren. Y luego te persiguen.”
Más abajo ponía el título de la obra de la que había sacado aquella amenaza “El cuento número 13”, y al final había una pregunta: ¿Te gusta leer, Deva?
Me envolví en una manta, pues hacía demasiado frío para ser verano, y decidí buscar la biblioteca. ¿Que cómo sabía que había biblioteca? Porque en un sitio así debía haber una biblioteca, sin más. Eso sin añadir que Helle parecía una lectora bastante apasionada. Me gustaba adelantarme a los acontecimientos, así que hice mis conjeturas.
“Quiere contarme una historia” pensé. Lo que no sabía era que no se trataba de una historia cualquiera, sino de la mía propia.
Un lobo aulló en la noche, afuera, pero demasiado cerca.





lunes, 25 de octubre de 2010

Wicked Game (II)

El recuerdo rojo me abandonó de repente. Se marchó, como cuando alguien sube con fuerza la persiana, alumbrando tu sueño con demasiada claridad, interrumpiéndolo. Me encontré de rodillas en el suelo, cegada por la realidad.
Había sido el peor error de mi vida. ¿De verdad creía que separándome de él viviría una vida completa? Sí, lo creía. Pero no fue así.
Su ausencia me había dolido desde el principio, y poco a poco dejé de hablar con mis amigos, dejé de salir a la calle.
Me concentraba en los idiomas y estudiaba muchas más horas de las necesarias. Los profesores de la universidad se habían preocupado un poco por mí, pero no podían dejar de felicitarme por mis buenas notas.
¿Y todo para qué? Me sentía completamente vacía. Podía describir perfectamente cómo me sentía en cuatro idiomas diferentes, pero eso no lo hacía más llevadero.
Me levanté lenta, pesadamente, y recogí mis dudas. Ahora ya no quedaba ninguna: me había equivocado. Dejarle había sido lo peor que podría haberlo hecho. Buscaba evadirme del amor y tener una vida social más amplia y había conseguido lo contrario. Nadie quería acercarse a esa chica paliducha y sabelotodo.
Decidí volver a casa por el camino más largo. De camino al paso de cebra, saqué el móvil y marqué su número. No lo había olvidado. No… mejor no: él ya me habría rehecho su vida. No se lo reprochaba. Él podría encontrar a quien quisiera, y seguramente a estas alturas volvía a estar enamorado.
Esperé a que el semáforo se pusiera en verde y el muñequito comenzara su caminar frenético hacia ningún lugar.
Por esa acera solíamos volver a casa después de cenar en el otro extremo de la ciudad… Allí nos sentamos aquella vez, riendo como locos. La risa que solía caracterizarme se había roto, y solo quedaba el reflejo de lo que algún día fue; solo quedaba una triste sonrisa torcida. No había vuelto a tener aquellos ataques de risa que me dejaban sin aliento y con las costillas doloridas.
El rojo pasó a ser verde y la sangre se congeló en mis venas. Ian estaba frente a mí, sólo nos separaba una carretera gris, tan gris como los seiscientos cincuenta y tres días en los que le había echado tanto de menos.
Me quedé paralizada, la cabeza me daba vueltas, las letras de una canción resonaban con fuerza… Simplemente esperé a que él cruzara y me viera.
Sus ojos azules se oscurecieron al verme, como cuando escondían algo. ¿Rencor, quizá?
Susurró un "Hola". Intenté responder, pero no pude. Estaba tan guapo como siempre. Sobre el viento fresco resbalaba su olor, el que quedaba impregnado en mi ropa cada fin de semana. Inhalé, como se inhala la sustancia a la que estás irrevocablemente enganchado, entregando cada fibra de mi ser.
Murmuró una palabra, sólo una.
-Ellen.
-…Ian.
Ian no pudo evitar sonreír, aunque con tristeza, y yo lo imité sin darme cuenta.
Abrió los brazos y me preguntó, avergonzado:
-¿Puedo?
¿Qué si podía qué? Me daba igual. Tenía toda la razón del mundo cuando me dijo que volveríamos a encontrarnos, que no sería tan fácil olvidarle. ¿Él lo habría hecho? Ajeno a mis pensamientos, tradujo mi silencio como un “sí” y me abrazó con timidez. Dios mío… Había olvidado lo bien que me sentía cuando me refugiaba en mi lugar favorito. ¿Cómo había podido olvidarlo? Cuando pasó el primer año, intentaba recordarlo cada noche, pero la sensación se alejaba cada vez más, como cuando caminas hacia un arcoíris.
Él respiraba entrecortadamente. Cuando se separó de mí, vislumbré un destello plateado en su cuello. ¿Una alianza de su nuevo amor? Mi corazón ahogó un grito. Ian se dio cuenta de que lo miraba fijamente; siempre se daba cuenta de esas cosas.
Sostuvo el colgante en alto y mis rodillas flaquearon, débiles antes el peso que debían soportar. Era el símbolo celta que yo le había regalado en nuestro primer aniversario. Uno igual que el mío, que reflejaba mi afición por el mundo celta.
No pude más. Todas las preguntas que me recorrían de arriba abajo se transformaron en una, la más importante:

-¿Por qué lo llevas puesto?

No tenía sentido.
Ian soltó el colgante de plata, me miró directamente a los ojos, y confesó aquello que llevaba guardado desde hacía casi dos años. Pronunció las palabras que resquebrajaron el muro que yo había construido alrededor de mi corazón, sin miedo, seguro de sí mismo.

-Porque nunca he dejado de quererte.

Gracias a todos los que habéis estado ahí. Con esta segunda parte intento volver casi del todo a Palacio, dejando atrás todo lo malo. Gracias a Ian me dejaré llevar por la euforia, y olvidaré aquello que me quitaba energía y tiempo. A veces la amistad, como el amor, se acaba.

martes, 19 de octubre de 2010

La diosa de la discordia.

¿Qué hacía allí? Había sido una tontería. Suspiré, y avancé entre la multitud hasta llegar a la puerta, donde Melissa y su novio comprobaban si todos estaban apuntados en la lista.
Ambos se sorprendieron mucho al verme, y enseguida Melissa sacó a la luz aquella enorme sonrisa, algo falsa en mi opinión.
-¡Sofía! ¡No me puedo creer que hayas venido!.- Miró a mi alrededor.- ¿Dónde está Mónica?
Mierda. No le había contado a nadie excepto a la familia de M lo que había pasado. No tenía ganas ni fuerzas para pasar por aquello otra vez, así que decidí mentir. Esa noche olvidaría todo lo malo.
-Eh…No ha podido venir… Ha ido a pasar el fin de semana a casa de sus padres, en Valladolid.
-¡No pasa nada! Mira el lado bueno: más chicos guapos para ti.- y me guiñó un ojo.
¿Es que no sabía pensar en otra cosa? M e e x a s p e r a b a. En fin, no tenía ninguna intención de ligar esa noche, al menos, no de entrada. Melissa tachó nuestros nombres, el de Mónica y el mío y entré al local. La música se oía desde fuera, pero una vez dentro era imposible hablar sin alzar la voz. Mis oídos no estaban acostumbrados, y me costó sentirme bien al principio. Observé la pista de baile, que era la zona mejor iluminada.
Yo llevaba un vestido azul marino de tirantes anchos, y había encontrado unos zapatos con un poco de tacón que no usaba desde hacía tiempo. Me había maquillado un poco. Nada de carmín rojo en los labios, era demasiado típico y no me favorecía en absoluto. Un poco de brillo discreto y una fina raya negra sobre mis ojos marrones.
Al salir de nuestro piso me había sentido incluso guapa, pero allí, rodeada de chicas con cuñas enormes y vestidos demasiado cortos, me sentía un cero a la izquierda.
Me quité la chaquetita y la dejé en el guardarropa. Tras guardar en mi bolso diminuto el ticket para poder recuperar mi chaqueta más tarde, me dirigí a la barra.
No solía beber muy a menudo, y cuando lo hacía, pedía siempre lo mismo. Pero decidí innovar. Junto a mí había una chica guapísima, de cabello dorado y ojos grandes. Su vestido apretado y su sonrisa pícara recogían todas las miradas de alrededor. Pidió algo al camarero, aunque no pude oírlo porque la música estaba demasiado alta. El chico le sirvió un vaso con un líquido transparente, y, acto seguido, me miró, esperando a que me decidiera.
Me acerqué y, sin saber muy bien lo que hacía, señalé con la cabeza a la rubia y le dije:
-Sírveme lo mismo que a esa chica.
Le enseñé mi entrada y asintió con la cabeza. Algo bueno tenía que tener todo aquello: la copa me salía gratis.
Miré el vaso alargado, indecisa. Una, dos, y tres. Le di un sorbito.
“No está mal” pensé. No era demasiado dulce, pero estaba un poco fuerte.
El local se había ido llenando poco a poco, y las luces de colores barrían la habitación, en busca de alguien. Saboreé la copa lentamente, y, sin darme cuenta, empecé a marcar el compás de aquella canción con mi pie derecho.
En el centro de la pista de baile bailaba una mujer rubia, algo mayor que yo. Al principio pensé que era la misma de la barra, pero me equivoqué. Llevaba un vestido negro, largo, de esos con cortes a ambos lados para dejar asomar las piernas. Su pelo era más largo y estaba más cuidado. Bailaba con un chico, y con otro. Bailaba frenéticamente, como si supiera que era la diosa de todo el caos que reinaba en el bar.
Yo no pude evitarlo. El simple hecho de mirar a aquella mujer te daba ganas de cometer una imprudencia. Acabé la bebida de un trago y dejé el vaso en la barra. Me introduje entre los bailarines y comencé a moverme al ritmo de la música. El alcohol estaba haciendo su efecto.

Gracias a todos por vuestra paciencia No dispongo de tiempo y fuerzas suficientes para publicar algo mejor. Contestaré vuestros comentarios cuanto antes... Ni el sentimiento de euforia consigue apagar este dolor en el pecho.

domingo, 10 de octubre de 2010

Wicked Game


Colgué el teléfono y hundí la cabeza entre mis manos, que temblaban más de la cuenta. Liss tenía razón: necesitaba despejarme un poco. Cogí la chaqueta y el bolso y salí a la calle sin mirarme al espejo, sin maquillarme. Hacía tiempo que mi físico había quedado relegado a un segundo o tercer plano. De camino al piso de mi hermana sentí un poco de frío en la cara, y me abotoné la chaqueta, demasiado fina. El tiempo comenzaba a enfriar y el invierno se agazapaba en la esquina próxima. Aquella temperatura y las calles desiertas de mi pequeña ciudad me recordaban a tantas noches que la recorrimos juntos, abrazados.
Rechacé ese pensamiento. Había hecho bien. Las cosas no habían salido como pensábamos y… yo me estaba dedicando plenamente a la carrera, como mi madre quería.
Seguí caminando, sin saber por dónde iba, y no me di cuenta de que había pasado por delante del portal de mi hermana. Seguí caminando como un autómata. ¿Me había equivocado? Liss tenía razón en otra cosa: nunca encontraría a alguien como él. Un recuerdo rojo se preparaba para entrar en acción en lo más profundo de mi mente. Giré un momento la cabeza hacia la pizzería donde solíamos cenar los sábados, y, al verme indefensa y con la guardia baja, el recuerdo me paralizó.
De repente era como volver a estar allí. Wicked Game sonaba, pero parecía que la canción venía de muy muy lejos. Yo sólo tenía ojos para él.

The world was on fire and no one could save me but you.

Creía que era imposible, pero la luz de las velas le daba un aire aun más atractivo que de costumbre. Le necesitaba. Necesitaba su aliento en la nuca, necesitaba su calor en mi vientre, necesitaba sus manos alrededor de mi cuerpo, o me hundiría sin remedio.
Sus ojos me llamaban, y me susurraban “Ahora”. Yo intentaba usar la razón, poner los pies en la tierra, pero mi cuerpo se estremecía de arriba abajo y no podía detener el cosquilleo en mi estómago, en mi boca.

No, I don't want to fall in love.

Todo el mundo me había dicho: “No lo hagas. No te enamores. Te romperá el corazón. Él no, él no… te hará daño.”
¿Qué sabían ellos? La mayoría no había conocido el amor verdadero ni lo conocería nunca. Yo lo quería. Como nunca antes había querido a otra persona.
Mientras, él seguía acariciándome con esa dulzura que me hacía cerrar los ojos y dejarme llevar. Me sentía más hermosa que nunca, como una diosa a la que todos deberían adorar. Había pétalos rojos debajo de nosotros, velas a nuestro alrededor y un “Siempre” en el aire, flotando sobre nosotros.
Me miró, y su mirada me mordió el corazón. Me abrazó con fuerza y ya no pude distinguir lo real de lo imaginario. Estaba volando. Volaba. Mis manos rozaban las nubes y mis pies dejaban atrás el suelo firme.
Sus besos, su pelo rubio… Gemí. Y me gustó el sonido. Con solo un ruidito me estaba rebelando contra todos los que se oponían a algo tan maravilloso. Les dejaba claro que no iba a hacerles caso. Él me ofrecía muchísimo más. Me ofrecía seguridad, cariño, apoyo, confianza, secretos… me ofrecía la otra mitad que me completaba, aquella que yo siempre había buscado sin éxito. Me entregaba su vida entera.

I never dreamed that I'd meet somebody like you.

Mi cuerpo latía, latía al compás de su respiración. Le susurré que me besara, quería saborearlo otra vez. Sus labios suaves, carnosos, calientes, apretaban los míos como si no existiera nada más. Y así era. me entregaba su cuerpo y su alma.
Dejé de pensar. Rodeé su cuello, apreté nuestros cuerpos, y volví a beber de él. Una, y otra vez. Cada vez latía con más fuerza, lenta, pero fuertemente.
Noté la lujuria que lubricaba nuestros cuerpos, fundiendo nuestras almas, y volví a cerrar los ojos.

I want to fall in love.

Nunca creí en la perfección y sin embargo aquello era perfecto. Dejé la mente en blanco por primera vez y deseé cubrir cada milímetro de su piel con besos lentos. Lo hice.
What a wicked game to play, to make me feel this way.
Deseé mirarte a los ojos mientras me recostaba a tu lado, y lo hice. Te dije con la mirada lo que quería que ocurriera, y lo hiciste.
No hicieron falta palabras. Tu saliva en mi muslo, tu aroma en cada fibra de mi ser. Desabroché mi colgante y lo coloqué en tu cuello. Aquella era la señal. En tus ojos azules brillaban las velas, suspiraban los pétalos y gemía mi cuerpo pálido.
Cerré los ojos.

...With you.

lunes, 4 de octubre de 2010

"¿Por qué?"


Nina, a sus siete años de edad, no era una chica corriente. Vivía con sus padres en una casa estrecha y alta, con grandes ventanales que carecían de persianas y cortinas. Le gustaba salir a la acera que separaba su casa de la calzada, donde había un banco de madera, para pensar en el origen de las cosas. Veía pasar a la gente en bicicleta, y observaba los barcos que navegaban por el canal… pero lo que más le gustaba era ver a otros niños como ella. Entonces caminaba junto a ellos y buscaba esa chispa en sus ojos, ese indicio de que no estaba sola. Pero pronto se cansaba y daba media vuelta: no encontraba en ellos lo que buscaba.
A menudo se hacía preguntas, preguntas difíciles que no tenían respuesta y que la hacían llorar. ¿Por qué existía? ¿Por qué el mundo le había dado la oportunidad de vivir, y, sin preguntárselo siquiera, la había enviado al mundo? Solía preguntar todas sus dudas a su padre, pues él lo sabía todo. Pero cuando Nina le preguntaba el por qué de su existencia, él no sabía responder.

-Papá, ¿por qué vivimos?

-Porque también morimos.

-Pero… ¿y por qué morimos?

-Porque vivimos.

-Ya, pero… ¿para qué sirve vivir y morir?

-Una cosa va de la mano de la otra, Nina; no se puede vivir sin morir, ni tampoco morir sin vivir.

-¿Por qué?

-Porque es así.

Nina no entendía nada. Se sentía pequeña, diminuta, una hoja marrón de las tantas que cubrían el canal en otoño. Años más tarde descubriría que a eso que ella sentía se le daba el nombre de angustia existencial.
Y tan pronto como se sentía pequeñita, se sentía enorme, única. Era Nina Cohen y no había nadie más como ella. Y, sin embargo, ¿por qué no podía dejar de pensar en la razón de su ser? Simplemente quería entenderlo todo, o, al menos, algo tan importante como la razón que le permitía respirar. A la niña se le ocurrió una idea: escribió en una hoja de papel cada pregunta que se le ocurría, e iba pegando las hojas sobre la pared de su habitación. Una noche su madre, al darle el beso acostumbrado y desearle dulces sueños, le preguntó a Nina si había ido al centro de la ciudad últimamente.
Sí, era lo que la niña sospechaba: su madre creía que su pequeña había inhalado un poco de aquel humo que hacía a la gente alucinar. Pues no. Ella no necesitaba ningún tipo de sustancia para flotar, para imaginar… para llorar.

¿Acaso era tan poco corriente? ¿Nadie más se hacía aquellas preguntas? Alguien sabría por qué existían, ¿no? Nina no podía creer que de los miles de millones de personas que había sobre el planeta, ninguna supiera qué hacía allí.
Poco a poco la pared violeta tomó el color blanco del papel y gris oscuro del lápiz con el que escribía Nina.
Eran más y más las preguntas que se colaban por las grandes ventanas de su habitación.
Tras mucho reflexionar, decidió arriesgarse, y volvió a preguntar a su padre:

-Papá, ¿nadie sabe por qué existimos?

-¿Crees en Dios?

-No lo sé.

-Quizá él lo sepa.

-Eso es injusto. ¿Nadie más que yo se hace estas preguntas?

-Te puedo asegurar que ninguna niña de siete años pierde el tiempo con eso.

-Yo soy mucho más que una niña de siete años.

Su padre asintió con la cabeza y respondió sin levantar la vista del periódico.

-Cierto. Eres Nina Cohen.

-¿Y quién es Nina Cohen?

Otra pregunta sin respuesta. ¿Qué o quién era ella? Nina corrió hasta el espejo del pasillo y observó su reflejo con detenimiento. Medía aproximadamente un metro de alto y no estaba ni muy gordita ni muy delgada. “Perfecta”, solía decir su madre. Era rubia y tenía unos bonitos ojos castaños. Al menos a ella le gustaban, le parecían expresivos, y, como los ojos son el espejo del alma, creía que su alma tampoco tendría miedo a expresarse.
Ella era Nina Cohen, y por muchas otras niñas que se llamaran igual que ella, ella era única. Otro humano más, un diminuto grano de arena rubio. Pero incluso un grano de arena podía cambiar el mundo.

¿Por qué no podía dejarse de preguntarse cosas? Pensándolo bien, ¿para qué servía reflexionar hasta tener dolor de cabeza? Por más que meditara, el mundo seguiría caminando a pasos lentos de gigante.
Nina no sabía por qué existía, ni por qué el sol salía por el este cada mañana, aunque lloviera mucho o la niebla lo cubriera todo. No alcanzaba a entender cómo podían moverse sus manos y cómo su boca sonreía de esa manera especial, pero tenía clara una cosa: ella no seguiría al pastor como el resto del rebaño. Seguiría preguntándose “¿Por qué?” y algún día reuniría todas las respuestas a las preguntas que decoraban su habitación.
Y si no había nadie más como ella, sería única. ¿Por qué? Porque ella no quería hacer todo lo que los demás hiciesen. Quizá no tenía que dejarse llevar por la corriente como las casas-barco del canal. Quizá su destino fuera otro.