"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Armadura.

El caballero desenfundó su espada, la dejó en el suelo y miró fijamente a los ojos del espejo. Eran grandes y azules, exactamente como los suyos.
Como siempre, el espejo le preguntó, intentando, con esfuerzo, descubrir los secretos que él protegía con su armadura reluciente.
El caballero respondía con monosílabos que reverberaban un momento en el interior del yelmo, multiplicando así la impotencia de la mujer del espejo, que no conseguía ni siquiera entrever las preguntas sin respuestas que el caballero escondía.
Cuando ella se rendía y, cansada, aplazaba la conversación, él recogía su espada y se marchaba con pasos decididos a la torre verde y blanca que había hecho suya.
A pesar de que no pensaba sincerarse con el espejo, siempre volvía porque, aunque se negara a reconocerlo, lo necesitaba. Necesitaba oír las palabras que salían del cristal y sentirse querido, necesitaba asegurarse de que su escudo seguía siendo infalible contra el inútil esfuerzo de ella por abrir su corazón.
Siempre volvía.

Lejos del caballero, Cristina leía, confusa. Cuando iba a terminar la primera página del libro, olvidaba todo lo anterior y tenía que volver a empezar. Cuando se cansó de aquel juego extraño se cansó también de luchar con sus párpados, que pesaban demasiado y se le caían sobre la vista.
Cristina soñó con el caballero, otra vez.
Él limpiaba con cariño su afilada hoja, la única compañera en una soledad permanente. Se quitó el yelmo y colocó la espada a la altura de sus ojos, que se reflejaron en el metal. Sí, eran los mismos ojos que los del espejo.
-¿Puedo entrar?
El caballero giró un poco la espada y descubrió el reflejo de Cristina, que permanecía en la puerta, retorciéndose las manos a causa de los nervios. Asintió, sin una palabra, y siguió limpiando la hoja, tras dirigir una mirada rápida al yelmo que yacía junto a él.
Cristina no podía creer lo que estaba viendo. Hacía semanas que él no se quitaba el pesado casco en presencia de nadie. “Es un gran paso” pensó.

Ella despertó unos segundos después, acurrucada en su cama. “¡Mierda, con lo cerca que estaba!” gimió, y apretó los párpados con fuerza, queriendo volver al sueño.

Cuando Cristina volvió a la torre, el caballero había vuelto a ocultar su rostro, y ahora observaba las montañas desde la enorme ventana, que no tenía cristales.
Sabiendo que él ya la había detectado, se acercó despacito y se colocó a su izquierda.
-El paisaje es precioso, ¿verdad?
Él no respondió, y ella aguantó las lágrimas. Se volvió hacia el caballero y, aunque no podía verle la cara, lo encontró mucho más distante que nunca. Lejos, muy lejos.
Cuando Cristina mordió las reglas y se lanzó contra la armadura para despojar al cuerpo que tanto quería de la pesada carga, el caballero cayó al suelo, y el estruendo bailó escaleras abajo con el eco siniestro que habitaba en el rincón.
La armadura estaba vacía.

Los ojos del espejo se abrieron de golpe. No necesitó preguntar su nombre a la joven que lo miraba con aprensión.
Cristina respiró hondo y esperó a que la preguntara llegara, porque sabía que llegaría.
Y así fue; pero ella no respondió con evasivas como hacía el caballero. Ella empezó por donde se ha de empezar, por el principio, y poco a poco fue abriéndole su corazón a los ojos azules del espejo, que no se apartaban de ella.
Se lo dijo todo, aún cuando creía que no podía más, siguió hablando, hasta que compartió todo lo que tenía que compartir y la sonrisa pudo volver a su rostro.
El espejo respondió, para su sorpresa, con una voz dulce que la consoló y borró de un plumazo sus miedos y pesadillas. Y el espejo siempre dice la verdad.

Cristina supo entonces que en el interior de la armadura seguía el mismo que ella había conocido y que, llegado el momento, cuando él estuviera preparado para desnudar su alma, ella estaría allí para encontrar en sus ojos azules a aquel que nunca se marchó.

sábado, 10 de marzo de 2012

Faust.


"Os aproximáis de nuevo, formas temblorosas que os mostrasteis hace ya mucho tiempo a mi turbada vista. Mas, ¿intento apresaros ahora?, ¿se siente mi corazón aún capaz de semejante locura? Os agolpáis,luego podéis reinar al igual que, saliendo del vaho y la niebla, os vais elevando a mi alrededor. Mi pecho se estremece juvenilmente al hálito mágico de vuestra procesión.

Me traéis imágenes de días felices, y algunas sombras queridas se alzan. Como a una vieja leyenda casi olvidada, os acompañan el primer amor y la amistad; el dolor se renueva; la queja vuelve a emprender el errático y laberíntico camino de la vida y pronuncia el nombre de aquellas nobles personas que, engañadas por la esperanza de días de felicidad, han desaparecido antes que yo.

Las almas a las que canté por primera vez ya no escucharán estos cantos. Se disolvió aquel amigable grupo y se extinguió el eco primero. Mi canción se entona para una multitud de extraños cuyo aplauso me provoca temor, y todo aquello que se regocijaba con mi canto, si aún vive, vaga disperso por elmundo.

Me sumo en una nostalgia, que no sentía hace mucho tiempo, de aquel reino de espíritus, sereno y grave. Mi canto susurrante flota como arpa de Eolo; un escalofrío se apodera de mí. Las lágrimas van cayendo una tras otra. El recio corazón se enternece y ablanda. Lo que poseo lo veo en la lejanía y lo quedesapareció se convierte para mí en realidad."

Goethe. Dedicatoria inicial de "Fausto".