"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

domingo, 17 de junio de 2012

Euforia.

Aparecí en una enorme pradera de color verde oscuro. A mi espalda se dibujaba un bosque de árboles estrechos, muy juntos entre sí; en el horizonte, el sol comenzaba a descender y el cielo se había teñido de un apacible color naranja. Su color.
Las olas chocaban con fuerza contra la costa rocosa y, con cada sacudida, la pradera que coronaba el acantilado temblaba suavemente. Alejada de los árboles, muy cerca del borde, ella escribía sus sueños con la esperanza de que se cumplieran si los relataba con suficiente detalle. A veces, las olas rompían con tanto ímpetu que algunas gotas saladas salpicaban las hojas de su cuaderno. La brisa infinita revolvía su cabello oscuro y le hacía cosquillas en el cuello, de donde colgaban una estela celta y un corazón de plata.
Su vestido blanco se revolvía; sus pies descalzos sin duda estarían fríos, como siempre, sobre la hierba húmeda. Permanecí oculto frente al ejército de árboles y no dejé de contemplarla, anotando cada detalle en mi memoria, porque sabía que aquella podría ser la última vez que la viera. Algo me lo decía; de alguna forma sentía que su pequeña figura podría lanzarse al mar en cualquier momento y sumergirse para siempre en el olvido.

Cuando la luz dejó de ser suficiente para seguir escribiendo, Ellen cerró el cuaderno y se puso en pie. Temiendo ser visto, me escondí tras uno de los primeros troncos y observé cómo se acercaba hasta el mismo borde del acantilado. Ellen relajó las rodillas y los hombros. Tomó aire y levantó con rapidez el brazo derecho, provocando que una enorme ola ascendiera de repente, dibujando un bonito círculo cuyo centro era ella. Sucedió lo mismo con su brazo izquierdo. Ellen comenzó a mover también los pies mientras el mar dibujaba sus deseos en el aire. Como una bailarina, recorrió el saliente dando pequeños saltitos y moviéndose al compás de una melodía que tan sólo ella podía escuchar. Desde mi escondite pude oír su risa, estridente y peculiar. Ellen bailaba sobre la hierba, giraba, saltaba, y manejaba el mar a su antojo. La espuma mojó su vestido y trajo un salvaje olor salado.
Cuando las últimas figuras azules descendieron a su orden, el cielo se había llenado de pequeños diamantes. Pero no había luna. Encendió unas antorchas, que quedaron suspendidas en el aire. Las pequeñas llamas lamieron su vestido blanco, que se tornó en uno de color rojo intenso. Tenía el pelo mojado y la respiración entrecortada, pero el fuego no secó su sonrisa.

Me sentía en la cima del mundo. Acaricié las llamas puntiagudas con los dedos y sentí un abrazo cálido en las manos. El aire olía a mar, la hierba se había secado a mis pies y mi corazón volvía a rebosar energía. La sentía, vibrante, en cada uno de mis músculos. Notaba la tensión en el ombligo y el júbilo en mi garganta. Llené mis pulmones de aire fresco y me estremecí de placer. Cerré los ojos y la música volvió a sonar en mi cabeza, distinta; más rápida y decidida. 

Ellen volvió a bailar. Comenzó despacio y giró alrededor de las antorchas. Parecía hechizada. Con los ojos cerrados, besó con delicadeza una de ellas y las llamas le devolvieron el beso. Contemplé anonadado cómo se separaba de la antorcha, completamente ilesa, y se abandonaba a una danza salvaje en el círculo de luz, que se desplazaba a la vez que ella, protegiéndola de la oscuridad en la que yo me encontraba. Elevó los brazos, giró las muñecas, meció sus caderas, una y otra vez. Se movía como una sacerdotisa en un ritual extraño. Aunque en ningún momento abrió los ojos, no perdía el equilibrio y sabía dónde pisaba. Estaba en su elemento. Se sentía bien.

Allí, rodeada de luz, dejé que el fuego surgiera de mi interior. No podía dejar de bailar, la música aumentaba su volumen con cada nuevo giro. Las olas seguían rompiendo contra el acantilado, pero yo no prestaba atención al ruido ni a los temblores. En aquel momento era el centro del mundo. Todo giraba a mi alrededor y yo era consciente de ello. Me sentía ligera, sabía que podría volar. Mis pies se movían, rápidos y seguros, como nunca lo habían hecho. No había aprendido aquellos pasos, todo estaba dentro de mí. 

Sin darme cuenta, salí de detrás del árbol y me acerqué poco a poco a ella. Seguía presa del frenesí y sacudía la cabeza como una loca, sin parar de reír. Sólo la veía a ella, fuego y pasión, color en la oscuridad. Cuando entré en el círculo de luz de las antorchas, Ellen se detuvo.

Había alguien. 

Tenía el pelo revuelto y la frente le brillaba por el sudor. Su enorme sonrisa se abría y cerraba guiada por el vaivén de su pecho.

Mi corazón latía desbocado y apenas podía respirar, pero aquel cosquilleo seguía recorriéndome. Abrí los ojos. 

Abrió los ojos. Una vez más, sus grandes ojos fijos me inmovilizaron. Me perdí en ellos, en su color cambiante, en la energía que desprendían. Necesitaba sentirla. Levanté una mano y la acerqué a la suya. Cuando la alcancé, una corriente me recorrió el brazo, saltó a mi pecho y me envolvió el corazón. Quemaba, pero era la sensación más maravillosa que había sentido nunca. Me sentía capaz de cualquier cosa. Ella irradiaba una mezcla de sensaciones de todos los colores que desprendía electricidad. Aquella energía que nunca la abandonaba latía con fuerza y la cubría por completo. Tenía un nombre, un nombre que la caracterizaba y resumía su esencia en unas pocas letras. Aquello era lo que yo sentía a su lado, lo que Ellen desprendía y le hacía perder la cabeza y sentirse en lo más alto.

La mirada de Ian era indescifrable, pero nada podía preocuparme entonces. Todo mi cuerpo palpitaba, mi boca saboreaba aquella sensación que tanto había añorado... Euforia

“Euforia”. Pronuncié aquella palabra mágica sin dejar de mirarla a los ojos. Entonces supe que volvía ser la de antes, que nunca había dejado de serlo. También supe que lo que más deseaba en el mundo era ser feliz, y que ella buscaría esa felicidad más allá de cualquier límite. Buscaría aquello que le hiciese sentir la euforia. Quizá fuera yo, quizá no. Pero ella lo encontraría.

sábado, 2 de junio de 2012

Frozen.

Era imposible apartar la mirada de aquel pequeño corazón, que latía, bombeando silencio, en una caja de hielo. Ella cerró el puño y comparó su tamaño con el del corazón. Encajaban. Sin embargo, las cosas no estaban saliendo como esperaba; aunque el corazón conseguía latir fuera de su cuerpo, congelado y aislado del mundo, en el hueco que había dejado, junto a su pulmón izquierdo, se arremolinaban palabras y sensaciones que no deberían tener cabida allí. Sístole y diástole, sístole y diástole, ... El corazón latía con normalidad encerrado en la caja, de donde pronto saldría para volver al cálido cuerpo humano. Ella seguía dudando. Al recuperar su corazón, ¿volvería a ser todo como antes? Parecía improbable. ¿Qué era exactamente “antes”?

Mientras lo observaba ensimismada, vio cómo unas pequeñas gotas de sangre manchaban el hielo que lo protegía. A veces, aquel verano que se había empeñado en adelantarse subía la temperatura de la caja con sus sofocos y el corazón sangraba levemente. Ella tenía que darse mucha prisa en cogerlo con sus manos mientras que sus pequeños ayudantes reponían el hielo, más frío, más azul. Cuando esto sucedía, los sentimientos repudiados entraban en contacto con sus manos frías y se fundían con su piel, invalidando el complicado proyecto. Al devolver el corazón a su lecho, no se sintió aliviada, sino al contrario. Añoraba los sentimientos que la hacían ser humana y que una vez la habían definido por su vivacidad. Tenía miedo de no reconocerse en su propio corazón cuando éste volviera a alojarse en su pecho, de donde había sido sacado por razones de urgencia. En la galería, desde donde se obtenía una vista perfecta de todo el quirófano, unos ojos verdes la observaban. Eran verdes porque Shakespeare así lo dijo.

Ella no se había lavado bien las manos ni llevaba guantes, porque creía que todo protocolo era innecesario. Caminaba de aquí para allá, sintiéndose observada en todo momento. Esperaba con ansiedad el día, cada vez más cercano, en el que todo su cuerpo volvería a vibrar, recorrido por sangre nueva. Muchas veces había estado a punto de transplantárselo de nuevo, pero se había contenido de alguna manera. Vacía, así debería estar. Y, sin embargo, no lo estaba, porque simplemente no podía. Sentía tantas cosas que ni el eco de los latidos helados conseguía acallar las voces de su cabeza. Los ojos verdes siempre acechaban desde la galería. ¿Qué pasaría después? Comenzaba a hacer tanto calor que ella misma se desnudó y se hundió en una bañera llena de agua fría. El verano se presentaba incierto y, a pesar de todo, maravilloso. No tenía ni pies ni cabeza. Lo único seguro era la fecha del transplante. Lo demás estaba por ver. Para dejar de pensar en todas las salidas que podría tener aquella situación sumergió también la cabeza, inmovilizando sus ideas.

 Ni el agua fría ni el monstruo de ojos verdes conseguían engañarla. No podía dejar de pensar en Ian.