"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

miércoles, 28 de julio de 2010


LLueve en la ciudad. La lluvia arrastra por la calle otra semana de silencio, así como los oscuros pensamientos de una niña, las lágrimas de un niño y las dudas de un corazón.
Las gotitas transparentes van calando poco a poco en mi alma sucia, arrancándole los restos del pasado, aquel que nadie conoce.
Me deshago de la larga semana que termina hoy, y la dejo caer en el agua que corre calle abajo. El gris del cielo me recuerda a mi alma callada, y rememoro aquellas palabras que escribí:

“Silencio. Al contrario que otras veces, no hay gritos de rabia ni lágrimas de frustración. Sólo silencio. El silencio es el único capaz de contar toda una vida en un segundo, de colocarte en tu lugar.
Temo al silencio e intento llenarlo de sonrisas, de caricias, de abrazos largos. Casi siempre lo consigo. Casi. Basta que vaciles un instante, sólo uno.
Se lanza contra ti y no te deja respirar. Poco a poco te acostumbras a esa presión oscura en tu pecho, y tu mirada sombría quita la vida a aquellos que intentan asomarse a tu alma.
Así soy yo: un muro infranqueable y triste, sin vida. Al otro lado hay trampas que devoran a todos aquellos que se deciden a cruzarlo y lo consiguen (pocos lo han hecho).
Sola, sombría, en un rincón. Abandonada por la palabra que la caracteriza.
Pero eso no importa. Nada importa. Seguiré flotando en la sucia superficie viscosa, rodeada de todos aquellos a los que hice daño. Seguiré fingiendo que puedo cambiar.”

A veces mi lado oscuro sale a la superficie, y no me molesto en ocultarlo. Cuando parece que vuelvo a ser la de antes, una pequeña luciérnaga verde se enciende en mis ojos, y me veo tal y como soy realmente.
No vale la pena tumbarte en el camino y cerrar los ojos, hay que seguir, la vida me ha demostrado que sí puedo cambiar, que puedo llegar a ser lo que yo quiera.
Lo supe cuando encontré el amor en unos labios que no me pertenecían, y cuando encontré una amiga detrás de una falsa apariencia…
Me detengo, me agacho sin preocuparme por mis zapatos o mi ropa, y me observo en un pequeño charco. Veo mi imagen, interrumpida por el goteo incesante del cielo enfurecido.
Sí, ésa soy yo. Una mezcla de todos y de nadie. Y mientras el agua fresca va borrando el pasado de mi piel, sonrío de nuevo.
Me gusta el olor a tierra mojada, el olor a dulce y a salado al mismo tiempo. Es una lluvia nueva, diferente a la caída en invierno. Se mezcla con el aire templado y refresca mi piel. El aroma húmedo del cielo me ha hecho recordar una noche de septiembre.
Septiembre… añoro septiembre. Fue el principio de un comienzo que nunca acabará.


26 de septiembre de 2009
Él la miró directamente a los ojos, provocando un escalofrío en su espalda. Ella se dejó llevar por la música que sonaba a lo lejos, olvidó sus miedos, sus principios, olvidó su anterior vida, dispuesta a comenzar una nueva junto a aquellos ojos azules.
Los abrazos, los besos en el cuello, los susurros calientes endulzados por un poco de whisky… Cambiaron su historia para siempre.
El verano se resistía a decir adiós, y la noche era perfecta. La locura quedó confirmada en un beso, y la sonrisa de él quedó para siempre en los ojos castaños de ella.



Gracias por todos vuestros comentarios :) últimamente paso poco tiempo en casa, y he recurrido a un historia que ya escribí, ya que no he tenido mucho tiempo para escribir.


Iré comentando en cuanto pueda :) Gracias por tu reconocimiento, Marina.



sábado, 17 de julio de 2010

Deva


Deva corría entre las sombras de la ciudad, deteniéndose a tomar aliento en cada callejón sin salida, todos vertientes de la gran calle principal. Cuando los pasos en su cabeza retumbaban demasiado fuertes, exhalaba un suspiro y corría de nuevo.
¿Quién la perseguía? No se atrevía a mirar atrás, y esconderse no parecía una opción segura. Lo único que sabía era que debía correr, huir, escapar como fuera de aquella amenaza que se arrastraba tras ella.
Cuando empezó a sentir que las piernas le fallaban, que se acabarían separando de su cuerpo, llegó a un oscuro callejón, más estrecho que el resto, e iluminado por las llamas de una pequeña hoguera.
Por el momento todo a su alrededor era silencio, excepto la suave melodía del fuego. Deva se sentó y dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, añorando la tranquilidad de la noche anterior.
Sus padres y ella habían ido a cenar cerca del Parque de Berlín, en una terraza al aire libre. Aquella noche un malabarista había protagonizado un pequeño espectáculo en el parque, y desde entonces todo se había vuelto demasiado surrealista.
El joven malabarista iba vestido de negro, con unos pantalones anchos y un pañuelo en la cabeza, dejando el torso al descubierto. Iba descalzo. Aunque era demasiado delgado, sus brazos eran fuertes, y las facciones de su cara no dejaban de ser exóticas.
Prendió ambos extremos de una barra de madera, y bailó con el fuego durante unos minutos. Las llamas lo envolvían, lamían su cuerpo, absorbían su gran sonrisa… La soltura de sus ropas no supuso un problema, pues las llamas las respetaron, y el malabarista terminó el espectáculo sin una sola quemadura.
Deva había quedado impresionada. Una extraña magia abrazaba al extraño, que jugaba con el fuego sin quemarse. El joven pasó entre las mesas con un sombrero de arlequín para recoger algunas monedas, y cuando Deva dejó caer su dinero en el interior del sombrero, el malabarista le sonrió y pronunció en su oído unas extrañas palabras que la niña no entendió, pero que le hicieron ruborizarse.
Deva suspiró al recordar la sonrisa del malabarista. Hubiera deseado no estar en aquel callejón sola, de noche y huyendo de una sombra invisible.
Sólo dejó de sentirse observada al acercarse un poco más a la hoguera, en cuyo centro brillaba lo que parecía una esfera de cristal. Imaginó al joven malabarista otra vez… Seguro que él podría atravesar el fuego con la mano y entregarle aquella esfera.
Casi sin pensarlo, pronunció en voz alta las palabras que él había susurrado en su oído, y el fuego se apagó súbitamente.
La preciosa bola quedó sobre el suelo, desprotegida y fría como si el fuego nunca hubiera existido.

-Monique.
Una chica rubia acudió a la llamada.
-Sí, señora.
La mujer que la había llamado estaba recostada en un diván morado, y observaba con creciente interés una pequeña bola. Soltó una carcajada y miró a la chica directamente a sus ojos verdes.
-Monique, ya sabes lo que tienes que hacer.
Monique inclinó la cabeza y salió de la gran habitación.
La mujer siguió observando la bola, y en sus ojos grises se reflejaba una chica acurrucada en un callejón oscuro, mirando fijamente un punto titilante en el asfalto. La imagen de la bola se amplió y apreció una niña de grandes ojos oscuros.
-Eres bonita, sí. No tengo ninguna duda de que serías una buena aprendiz… Lástima que tenga que matarte.

Deva observó con cuidado el interior de la esfera, que le desvelaba un palacio de columnas blancas, con las paredes y el techo hechos de cristal, rodeado de árboles.
Se acercó poco a poco, hasta que su pequeña nariz tocó la superficie de la esfera, y sintió como algo tiraba de ella. Desapareció justo en el momento en el que Monique se adentró en el callejón.

martes, 13 de julio de 2010

Slow dancing in a burning room


Se miraron un instante, y ella volvió a desviar la mirada, mordiéndose el pequeño labio inferior.
Se había imaginado aquel momento mil y una vez, había planeado cada detalle, cada movimiento. Ella lo sorprendería, con el alma al descubierto, por primera vez limpia de miedos y dudas. Quizá al principio él no comprendería la razón de aquel brillo especial en sus ojos oscuros, ni el calor de la llamada de su boca, pero ella haría el resto. No, mejor, él guiaría todos sus pasos, dejándole a ella la tentadora opción de, simplemente, dejarse llevar.
Había pensado la música adecuada, el lugar, la indumentaria, incluso la estación del año. Aquel encuentro debía ser inolvidable. Sí, así sería. Él aceptó todas las condiciones, solo para hacerla feliz.
Mientras pensaba todo esto, él la guiaba por la pista de mármol, lenta, muy lentamente, con pasos seguros y firmes… sin dejar de mirar su cuello. Giraban una y otra vez, abrazados, por fin juntos.
Esa pequeña parte de su ser, aquella que se ocultaba tras su sonrisa socarrona, bostezó en silencio y abrió los ojos. Se despertó.
Fue entonces cuando ella comprendió. Se dio cuenta de todo a la vez: no importaba la música, la ropa, el día ni el lugar. No importaba quién diera el primer paso… ni el último. Nada de eso importaba. Apreció su mirada azul y su pelo rebelde, y no necesitó nada más. Bajó la vista y admiró sus manos, que la hacían volar en aquel viejo salón.
Reposó su cabeza, peinada con cuidado y coronada con un tocado de plata, en el hombro que tantas veces había besado. Después bajó un poco, y dejó de mover los pies: escuchó.
El corazón de él, sorprendido por el baile interrumpido, latía con fuerza, queriendo salir de su pecho, atravesando la camisa blanca, hasta llegar al vestido violeta de ella.
Lentamente, muy lentamente, al compás de la canción, se soltó el pelo y desabrochó el incómodo corsé. Aflojó el cuello de la camisa de él y besó su barbilla.
Ésa era ella, sin miedos, sin dudas. Olvidó sus preocupaciones, olvidó el qué dirán, y bailó de nuevo. Él se fijaba en su enorme sonrisa y en aquel mechón que dividía su cara, de forma similar a la que dividía su alma. Por fin ella había elegido la correcta.
La habitación se encendió de repente, y ella se refugió en los ojos de su acompañante, dos lunas grises con reflejos amarillos, que le daban un aire salvaje. Ardían, todo estaba ardiendo.
Las enormes cortinas rojas se desplomaron sobre el mármol, y la temperatura aumentó. El chico de los ojos de luna tomó su mano, pero ella la soltó. Se abrazó a su cuello y siguió meciéndose, a un lado y a otro, mientras la música dejaba de sonar.
Él la escuchó reírse, feliz, demente, eufórica; mientras, la habitación se iba consumiendo, y el color de las llamas se apoderaba de todo. Era el momento.
La música no se había apagado, sino que el retumbar de sus latidos la ocultaba, la hacía retroceder a un segundo plano.
Ya no había lugar para los errores, ni para cualquier clase de miedo. Sólo estaban ellos dos, girando lentamente, abrazados por las llamas, abrazándose el uno al otro.
Es el momento” pensó ella, y vio en sus ojos grises azulados que él pensaba lo mismo.
No pensó, no analizó la situación, ni siquiera tomó aire antes de besarlo. Lo besó con urgencia, bebiendo de él, de las lágrimas derramadas. Lo besó una y otra vez, haciéndole perder la cabeza.
Él la apretó contra sí, ella lo miró a los ojos, y se le escapó una de esas sonrisas que hacía que las lunas se estremecieran.
-El último.- mintió ella, pues a ese beso le siguieron muchos otros.
No podía dejar de besar sus labios carnosos… al fin y al cabo, sus besos eran los únicos que avivaban las llamas de su locura.



viernes, 2 de julio de 2010

Wish you were here


Era increíble. Aquel hombre estaba tocando la canción que me gustaba escuchar cada noche en el hotel, una y otra vez, hasta dormirme, la canción que resumía toda un invierno.
A pesar del olor a cerveza, su ropa sucia y su cara demacrada, me gustaba su forma de tocar la guitarra, acariciando las cuerdas con sus sucias uñas. ¿Su voz? Estaba partida, rota por el alcohol y el tabaco, pero me conmovía. Conseguía arañar el aire y llegar hasta mi corazón, dormido por el ajetreo de la ciudad, el aroma de los Coffee Shop, las luces...

"So, so you think you can tell heaven from hell..."

Nos pidió que cantáramos con él, y negué instintivamente con la cabeza. Mi tía me miraba, como a la espera de que algo sucediera.
La letra de la canción surgía en mi cabeza, su significado, el recuerdo de él cantándola conmigo...

"How I wish, how I wish you were here..."

No pude más. Eché unas monedas a la funda negra de su guitarra y salí corriendo, tropezando con la muchedumbre. Lo echaba tanto de menos... El olor de su piel, su pelo revuelto entre mis dedos, sus ojos...
Me detuve en medio de la carretera, y respiré hondo. Había llegado a una zona más tranquila, así que me relajé y besé mi colgante de plata. ¡Dios mío! Había huído sin una palabra, dejando a Sara junto al mendigo. Miré a mi alrededor. No sabía dónde estaba, y desconocía el camino que había seguido hasta allí. En ese momento sonó una campanilla, y a mi derecha apareció uno de los tranvías blancos y azules que recorren Amsterdam. Intenté moverme, pero no podía. Cerré los ojos. Unos brazos fuertes me levantaron en el aire, y noté el temblor del suelo allí donde hacía unos segundos estaba yo. Me sentaron en un bordillo, pero yo seguía con los ojos cerrados. A mi lado, oí como alguien me hablaba, diciéndome algo en neerlandés. Abrí los ojos y vi al chico que me había salvado, que me miraba con los ojos azules muy abiertos y se mordía el labio, preocupado. LLevaba una camiseta negra y tenía el pelo rubio, larguito, con pequeños rizos. Volví a cerrar los ojos y me tapé la cara con las manos, tras notar que se sentaba a mi lado. Olía bien, olía muy bien...
"¿Ian?"
Lo miré otra vez, con el corazón latiéndome con fuerza. Apreté con fuerza el candado que llevaba en el cuello y le sonreí. No podía ser... ¿Qué hacía allí? ¿Por qué me hablaba en neerlandés?
Él sacó un refresco de naranja de su mochila gris, y el alma se me cayó a los pies. Me fijé mejor, y no vi las arrugas de la sonrisa de Ian, tampoco su olor era el mismo... Y Ian odiaba los refrescos de naranja con burbujas. El desconocido se llamaba Frans, y tras presentarse, me ofreció un trago. Negué con la cabeza y miré al suelo. ¡Me sentía tan tonta! Añoraba tanto a Ian que lo veía en todas partes, sus canciones me perseguían, así como sus ojos. Lo necesitaba, lo necesitaba...

"We`re just two lost souls swimming in a fish bowl..."

El pobre Frans seguía hablándome, pero yo no me enteraba de nada, tampoco me importaba demasiado. Entonces apareció Sara, acalorada, ya que seguramente me habría seguido corriendo, y respiró aliviada al verme allí. Miró inquisitivamente a Frans, que le sonrió, y luego me miró a mí. Intenté levantarme pero no podía, había sufrido demasiados sustos en muy poco tiempo, así que él me ayudó a ponerme en pie. Yo apreté su mano con mis dedos y le di las gracias por todo, sin una sonrisa, sin mirarle a los ojos. El pobre no tenía la culpa.

"Running over the same old ground. What have you found? The same old fears. Wish you were here."

De nuevo, mis disculpas :) He estado una semanita en Amsterdam, y no he tenido tiempo de nada! Muchísimas gracias por vuestros comentarios, los responderé en cuanto pueda :) Gracias.