"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Muerte.

Muerte. Hablamos de la muerte todos los días, a veces nos cruzamos con ella por la calle, pero aún no hemos aprendido a distinguirla a primera vista, y pasamos de largo, ignorando la mirada de ceniza que nos haría tener pesadillas durante el resto de nuestros días.
He sentido el frío que la muerte deja al pasar, ésa es la única experiencia que he tenido en lo referente a ella. Supongo que, cuando llegue el momento de sentirla en mi piel, será demasiado tarde para dejar por escrito las sensaciones que pudieran acariciarme en el último momento.

Por eso, sé muy poco. Sé que el recuerdo de una muerte te pesa en la cabeza, te tensa todos los músculos, te seca la boca y te encoge la garganta. Dolor de cabeza, mareos... Y eso sólo de forma indirecta, a través de una huella gris.

Cuando alguien muere parece increíble al principio. Es cómo si fuera un dibujo animado que deja de ser rentable a su dibujante. Desaparece. Y casi podría pensarse que nunca existió; casi.
Aunque las sombras del recuerdo son fácilmente ignorables, están ahí para quien las busca. Leves, fugaces.
Te sientes como en una película, como en un drama. Te detienes en detalles que hasta entonces considerabas insignificantes. Empatizas con los que pasan lo mismo que tú.
Lloras hasta que te arde la cabeza porque tu cuerpo te lo pide, murmuras "¿cómo?" cuando lo que realmente quieres saber es por qué.

No dices adiós, al menos, no con el corazón, porque nadie se va del todo, no mientras se le recuerda.

martes, 22 de noviembre de 2011

Punto y final :)

Recorrí los rígidos lomos de los libros más recientes con las yemas de mis dedos.
En la biblioteca de mi memoria hay estanterías de madera que recogen todos mis recuerdos. Algunos de los libros están escritos a mano, otros, a ordenador. Los hay ligeros, pequeños, que se corresponden a momentos de menor importancia; y gruesos, enormes, de páginas pesadas: los más importantes de mi colección.
Mi biblioteca es mi lugar secreto, mi refugio, donde me oculto cuando quiero estar sola. Muchos creen que estar sola significa no tener gente alrededor, pero para mí, la soledad implica mucho más que eso. Una puede estar rodeada de gente y sentirse sola.

Me acerqué a los libros más nuevos, a los recientes. Suelo dedicar un libro a cada persona que influye en mí, y la penúltima estantería estaba, como el resto, llena de pequeños libros personales, de colores más vivos conforme se acercaban a la estantería del presente. Durante los últimos meses me obsesioné con la penúltima estantería. Busqué en sus libros quién dijo esto y quién hizo lo otro, intentando encajar las piezas del rompecabezas que amenazaban con romperme a mí también. Quería asegurarme de que todo había sucedido como recordaba, de que yo no había hecho nada de lo que se me acusaba. Y así fue. Ni rastro de pruebas que verificaran aquellas inculpaciones. Sólo palabras transfiguradas que reptaban entre los libros y que se escondían en bajo la alfombra cuando me acercaba lo suficiente. Palabras manipuladas.
Tras repasar los libros que describían mis relaciones con esas personas que vivían en lo que acabé comparando con una enorme burbuja, había un libro entero en el que sólo escribí “¿Por qué?”. Páginas y páginas rellenas con aquella pregunta corta, directa, ¿retórica?. Me devané los sesos intentando conocer el por qué, pero escapaba a mi razón, era realmente inexplicable.
En una ocasión leí que sólo aceptamos una verdad si antes la hemos negado con firmeza. Y, de repente, sin pretenderlo, lo entendí: no había nada que buscar. Por mucho que lo hiciera no podría encontrar aquella respuesta, pues las versiones de cada persona implicada eran diferentes. No tenía sentido. Así que decidí abandonar para siempre la estantería, sólo después de colocar un punto y aparte tras el rencor y la impotencia. Sólo entonces, cuando pude oír sus nombres, ver sus caras y referirme a ellos sin que la pregunta que me había obsesionado me llenara de sal los ojos, ordené que construyeran una estantería nueva. Sólo cuando conocí la verdadera indiferencia. Cambié de capítulo, de libro, de todo. Empecé desde el principio, y abandoné la estantería. Hasta ahora.
Hoy, sin saber porqué, el libro que se refiere a Vic ha aparecido sobre la alfombra, justo encima del escondite de las serpientes. Me gusta que mis recuerdos estén ordenados y me he agachado a recogerlo, sin el mínimo temor, pues no puede hacerte daño algo que no sientes. Desconozco también la razón que me ha llevado a abrirlo. Es un libro violeta, de tamaño considerable, aunque sus páginas disminuyen de espesor conforme transcurren los diferentes episodios. El libro, como obedeciendo a una orden silenciosa, sin duda de mi subconsciente, que ejerce cierto poder entre mis recuerdos; se ha abierto por la última página, donde me mostraba una fotografía suya. Era una fotografía tomada hoy. Me he concentrado tanto en su rostro que el resto de cosas se han difuminado hasta el punto de marearme un poco. Y, de entre todas las cosas que pensaba, una idea primaba sobre el resto: no la reconozco. Nunca había visto sus ojos tan pequeños, ni su nariz tan exageradamente grande. No conocía a la chica de la foto, aunque se pareciera a alguien que fue mi mejor amiga. La foto ha comenzado a moverse, y he podido ver los gestos y movimientos que en un principio me parecieron entrañables, que más tarde me irritaron y que hoy me parecen simplemente, parte del decorado.
He cerrado el libro y le he dedicado un momento de reflexión, sin importarme las posibles criticas que pudiera tener referirme a ella, que seguramente leerá estas palabras. A diferencia de mí, que hace tiempo abandoné los libros que las trataban a ellas, pues no me aportaban nada y, como he dicho, no me ayudaban a encontrar ninguna respuesta. Leer sus palabras sólo me confundían.
Le dediqué ese momento en forma de despedida definitiva, pues hoy soy capaz de asegurar que no volverá a aparecer aquí. Aunque los recuerdos son indestructibles, podemos olvidarnos de algunos para siempre, aunque nunca desaparezcan del todo.
Y eso hice. Dejé el libro en su lugar y me alejé de la estantería para contemplarla. No hizo falta cerrarla con llave, pues algo me decía que no iba a sentir ninguna tentación de volver a abrir ninguno de aquellos tomos.

Es irónico; durante mucho tiempo me obsesioné con el pasado hasta el punto de no disfrutar al máximo el presente y, de la noche a la mañana, comprendí por qué mi mente estaba intranquila. Sorprendentemente, me di cuenta de que había aprendido a vivir sin aquel pasado que llegué a considerar esencial. Y, al contrario de lo que muchos puedan llegar a pensar, me encanta la vida que llevo ahora. Tengo todo lo que necesito. He tardado en comprender algo que todos decimos, creyendo que realmente lo sabemos, pero que no sentimos hasta que realmente maduramos y empezamos a conocernos a nosotros mismos: la amistad no es tener a mucha gente a tu alrededor, gente que miente al decirnos que somos imprescindibles, sino que se consigue teniendo a muy pocas personas contigo, personas de verdad. Para mí, madurar implica conocerse a uno mismo, escuchar su corazón, su mente. Aprender a hacer lo que queremos realmente sin preocuparnos del qué dirán.

Desde la burbuja todo se ve de forma distinta. Recuerdo que, la primera vez que me atreví a sacar un brazo de aquella cápsula redonda sentí miedo. Era extraño sentir el aire fresco en la palma de la mano, en el antebrazo. Mucho más tarde, cuando la abandoné por completo, me sentí realmente feliz al comprobar que los valores de la gente del exterior coincidían con los míos, que no estaba equivocada. Me sentí bien.

Quiero dedicar este capítulo de mi vida a aquellos que siguen obcecados en mis errores, aquellos que no creen que haya nada más allá de la burbuja en la que viven. Sus voces, por muy altas e imponentes que quieran sonar, no llegan a mis oídos; su eco retumba en la burbuja que ellos mismos construyeron.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Nubes.

"Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como
el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y
todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas— permanecen
eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil,
tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros.
Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un momento de ventura— vemos que
van pasado ya semanas, meses, años. Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas
en todo momento, todas los días van caminando par el cielo. Hay nubes redondas,
henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los
cielos traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso.
Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos
inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitas
iguales o innumerables que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas
marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando
cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que
presta su encanto a los paisajes otoñales."

Azorín, "Las Nubes."

Me he visto obligada a utilizar las palabras de este autor debido a que me faltan las mías. Me ha llamado la atención la increíble descripción de las nubes, a las que tantas veces he envidiado. Espero que os guste.

martes, 27 de septiembre de 2011

No tiene sentido.


Descolgué el llavero con brusquedad y lo miré, sin verlo. Lo que veía eran palabras, palabras entonces transparentes, frágiles y olvidadas que en su momento me parecieron reales. El cangrejo rosado me miraba, pero yo no quería verlo. “No quiero volver a verlo” pensé.
Jugueteé un rato con él en mis manos, paseándome por mi pequeña habitación, sintiéndome encerrada mientras maquinaba mi sencilla liberación. Sencillo. Últimamente nada había sido sencillo y, sin embargo, en la sonrisa inocente de aquel pequeño crustáceo pude leer las instrucciones que debía seguir a continuación.
Era tan fácil como cruzar la calle.
No me despedí de él como una se despide se sus recuerdos; no besé el llavero ni me detuve a observarlo mientras los momentos que vivimos fluían en mi atolondrada cabeza. No escuché aquella canción ni intenté olvidarla. Pero mentiría si dijera que no había un pequeño nudo en mi garganta, allí donde solían estar mis cuerdas vocales, desgastadas de no decir nada. Mi mano izquierda tembló un poco cuando coloqué el pequeño cangrejo sobre sus patitas, y no pude evitar echar un vistazo a mi balcón desde allí. Pero el miedo, el dolor de las mentiras no pronunciadas y el frío interno que me acompañaba desaparecieron cuando comprendí una cosa. Me pregunté si te darías cuenta de que no había llaves colgando del llavero. Aunque no lo hicieras, para mí era un dato importante. No había llaves, ¿para qué iba a haberlas? No había llave capaz de abrir aquella sala donde nuestro pasado quedaba invisible bajo el polvo acumulado, inmutable, como nosotras. No había nada que pudiera impedir que, tras meses de abandono en aquel rincón infranqueable, éste desapareciera, sucumbiendo bajo su propio peso. Pero dudaba que tú supieras eso. Quizá en lo más profundo de ti, si es que quedaba algo. No me importaba qué podía pasar a partir del instante en que tus ojos se posaran en lo que un día, cuando el mundo era joven todavía, fue un regalo. No me importaba lo qué le pasara a él… ni a ti.


Tal y como había previsto llegaste a las cinco y cuarto a la parada de autobús. Hiciste bailar un pie, incómoda, y analizaste la idea de sentarte en el resbaladizo banco metálico. Te sentías observada, como siempre. Sin embargo, aquella tarde notabas una nueva amenaza, pequeña, silenciosa, inmóvil. Entonces reparaste en el llavero que descansaba sobre el banco, sin más compañía que las huellas que, apenas unos momentos antes, yo había dejado en él.
Estoy segura de que tu mano tembló más que la mía cuando lo recogiste con la mirada perdida. Y no pudiste resistirlo. Miraste hacia mi balcón, justo enfrente de la parada.
Pensaste que yo estaría cerca, observándote, y tenías razón, como ocurría a veces. Te enfadaste y tu cara hizo una mueca asqueada cuando pensaste que te había seguido. Te volviste hacia todos lados, como desafiándome a salir de mi escondite. Pero también te equivocaste, como casi siempre. No había sido un intento de provocación. Era un punto y final, tan poético y tenso como uno de esos finales de película que tanto te gustaban. Esos que no tienen sentido. Como tampoco lo tiene permanecer junto a alguien que no te quiere a su lado.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Corría. Se abalanzaba contra el asfalto como un alma desesperada que busca una salida en la oscuridad.
Dejó atrás el centro de la ciudad y se adentró en la enorme calle que desembocaba en el barrio más afectado sin dejar de correr, sin dejar de torturarse con más preguntas que se destruían contra las paredes derruidas de la ciudad silenciosa. Todo había enmudecido, sólo algunas farolas emitían una luz débil. Aquel silencio contrastaba con el ruido ensordecedor y con los gritos de pánico, cuyo eco había desaparecido. Si él no hubiera estado allí cuando sucedió, habría creído que había sido un bombardeo. Parecía la guerra; no había gente en la calle y podía sentirse en la piel el terror que allí se había sentido apenas unas horas antes. Conforme se acercaba a su hogar había más polvo en el aire, luchando contra la oscuridad en un intento de dominar la ciudad.
La desolación lo perseguía y por eso no podía aminorar la marcha. Todo se había roto; las viviendas, las aceras, las tiendas, la esperanza. Corría tan rápido y sus pies chocaban con tanta fuerza contra el suelo sucio que cada paso hacia delante sacudía su pecho y le golpeaba en las sienes. Respiraba con rabia, tragando parte del polvo que había levantado la destrucción. En su carrera fugaz miraba a un lado y a otro, empapándose de cada hueco que había reemplazado a una vida, a cientos de ellas. Intentó no gritar cuando sus ojos enfocaron perfectamente la sombra oscura del edificio donde había vivido desde el momento de su nacimiento, intentó pensar que aquello no era real, pues parecía una película de terror. Pero el miedo fue más fuerte, y Ian gritó con todas sus fuerzas. Su joven voz viajó entre las estructuras torcidas y se coló por la ventana abierta de un dormitorio que nadie volvería a habitar. Mucha gente había huido, y los que no lo habían hecho se mantenían a cierta distancia de la ciudad del Sol.
Cuando sintió que sus piernas se habían cargado tanto de adrenalina que iban a estallar, un par de personas se cruzaron en su camino y se quedaron mirando fijamente sus ojos azules como si hubieran visto un fantasma. Ian reconoció en ellos a unos ancianos que habían vivido en el edificio contiguo al suyo desde siempre. Tenían los ojos hinchados de llorar y parpadeaban mucho, como si quisieran seguir llorando, pero sus glándulas lacrimales se habían quedado sin reservas. Ian siguió corriendo, y cuando se giró, un poco más adelante, ellos ya habían vuelto la mirada a su hogar desolado, intentado comprender cómo toda una vida puede cambiar en cuatro segundos. Revivió ese momento y sus rodillas estuvieron a punto de doblarse. El peso del dolor de todos los sobrevivientes lo presionaba desde arriba. Tanto el polvo como la mirada vacía de aquellos ancianos le picaban en los ojos. Comenzó a darse cuenta de que había algunas personas más delante de sus edificios, llorando o contemplando su pasado, toda una vida. En silencio. Nunca había visto su ciudad así. Se sentía en una pesadilla horrible en la que no podía hacer otra cosa que no fuera correr, huir… Olvidar.
Pero la realidad se cernía sobre él y el paso de los dos gigantes que asolaron la ciudad era evidente, sus huellas estaban por todas partes.

viernes, 19 de agosto de 2011

Habitación 1502.

Miré una vez más sus penetrantes ojos y cerré los míos, para que fueran mi escudo.
Mis párpados pesaban tanto que me hundí en mi memoria, arañando aquellos momentos que había vivido y que me frustraban, acariciando aquellos que me susurraban palabras de amor desde la oscuridad.
Cuando volví a abrirlos me encontré en nuestra habitación londinense, la 1502. Olía igual, todo estaba en su sitio. Las toallas extendidas en la litera que no utilizábamos, el escritorio de madera hasta arriba de trastos y la pila rodeada de neceseres, champús y ropa sucia. No éramos demasiado ordenados, pero nos encontrábamos bien en aquellos metros cuadrados que compartíamos, en nuestro pequeño hogar temporal, el refugio seguro en la gran ciudad que apenas conocíamos.
Allí nos mostrábamos tal y como éramos, yo lloraba de miedo por la noche y me reía como una loca hasta que me daban ganas de ir al baño y tenía que salir corriendo de la habitación para no mojar la moqueta. Como cada vez que me encuentro feliz, tarareaba canciones que yo misma me inventaba sobre la marcha en mi lugar favorito de toda la habitación: el hueco tallado en su cuello.
Allí hablábamos durante horas sobre la gran ciudad, soñábamos despiertos y planeábamos nuestra estancia allí. Utilizando los besos como arma, luchábamos durante horas hasta que nos rendíamos en un beso que fundía nuestras almas, haciéndolas inseparables. En nuestra habitación el tiempo transcurría con frenesí, sin darnos tiempo a manejar las horas a nuestro antojo. Cualquiera era un intruso.
Creo que fueron los mejores días de mi vida. Era tan feliz que murmuraba en sueños.
Todo olía a ti, a tu ropa, al gel que usabas para ducharte, al chocolate que devorábamos juntos, aunque tú comieras el doble que yo.
Era nuestra propia galaxia, y todos los cuerpos celestes giraban en torno a nosotros, ofreciéndonos luz y calor para que tú no pasaras frío y para que yo no temiera la oscuridad.
Tú eras el centro, hacías que todo aquello funcionara. Yo me dejaba atrapar por tus brazos suaves en la felicidad que me producía una ligera sensación de vértigo en la boca del estómago.
Pasábamos las veinticuatro horas juntos, sin cansarnos de estar juntos.
Por mucho que lo haga, nunca me canso de besartem de mirarte a los ojos, de decirte te quiero.
Volví de aquel cándido recuerdo y me posé en la realidad.
Pensé en lo que te necesitaba, en todo lo que había cambiado mi vida desde que tú entraste en ella por la puerta de atrás. No me arrepentía de nada.
Pensé en que nunca podríamos utilizar la frase "se ha terminado la magia", ya que a nosotros nos unía mucho más que una chispa candente. Nunca podría aburrirme de ti, de tu cabezonería.
Tus manos me hacían cosquillas como si fuera la primera vez que tocaban mi piel. Tus besos me resultaban tan familiares y a la vez tan irresistibles...
Daba igual cuántas veces discutiéramos. Yo volvía a desear abrazarte, volvía a morir por dentro por la insaciable sed de ti que sentía cada una de mis células.
Ningunos brazos podrían hacerme sentir segura, ningún otro olor me reconfortaría como el tuyo. No había nadie en el mundo que hiciera sentir tan viva, feliz y buena persona. Tú sacabas lo mejor de mí. En tus brazos había espacio suficiente para que mis defectos se despegaran de mí y pudieran, así, ser olvidados.

Pero ahí estábamos, discutiendo otra vez. De nuevo mi miedo a perderte, a quedarme sola y mi desconfianza en todo fueron la guinda del pastel.
Te miré a los ojos y éstos me lanzaron las palabras hirientes que acababas de pronunciar, para recordármelas.
Todo lo que había reflexionado sobre nosotros se camufló bajo la rabia que sentía. Te di la espalda con furia y caminé lentamente hacia la puerta, sabiendo perfectamente que me seguías con la mirada. Oí como respirabas cada vez más profundamente.
Toqué el frío pomo de la puerta con las yemas de los dedos y lo acaricié pensativamente, recapacitando.
Sabes que suelo hacer una lista de pros y contras para tomar decisiones, y eso fue lo que hice.
Me giré y, por primer vez, abrí mi corazón mientras no dejaba de mirarte.
-Prefiero estar contigo, con todo lo que eso implica, que estar sin ti.

lunes, 15 de agosto de 2011

El día M.

Todos los años, el segundo domingo de agosto, me despertaban la banda de música y los petardos de aquellos impacientes que querían comenzar a celebrar la fiesta del pueblo cuanto antes.
Desayunaba, emocionada porque por fin había llegado aquel día, y me vestía con el complicado vestido regional: unos pololos sobre mi ropa interior, una camisa hecha a mano, la pesada falda de felpa amarilla, un corpiño bordado y las playeras de tela blanca. Sobre todo eso me colocaban dos pañuelos; uno sobre los hombros y otro en la cabeza.
Después, acompañada de toda la familia, iba al pueblo a mirar los variados puestos y, mientras yo me sentía atraída por los pendientes y las pulseras, mis padres se decantaban por los puestos de comida.
Ese día solía hacer mucho calor, y la pesada falda lo hacía aún más insoportable, pero era algo por lo que había que pasar, así que yo permanecía tal cual, encantada.
Volvíamos a casa más tarde de lo acostumbrado, y comíamos en el jardín. Por la tarde volvíamos al mercado y escuchábamos la música de las gaitas y las panderetas, que a mí me trasladaba a otro tiempo, a otro lugar. Más tarde había un desfile de carrozas y ganado autóctono, y cuando oscurecía dejábamos caer agua desde los balcones a una multitud de jóvenes que nos la pedían a gritos, y que iría disminuyendo en número con el paso del tiempo. Durante un par de años, yo me encontré entre ellos.
Cada año lo mismo. El día M se conviritó en una rutina que se desarrollaba sola.
Pero, poco a poco, las cosas comenzaron a cambiar. Desde que era pequeña hasta que cumplí los 13 ó 14 años, me vestí de montañesa, pero a partir de entonces, aquel día camabió de misión, no era para unir a la familia, sino para salir y pasarlo bien con las amigas.

Este año, sin embargo, todo ha sido diferente.
Liss y yo nos despertamos muy tarde, después de haber pasado toda la noche bailando y riendo, dejándonos la voz. Los petardos nos despertaron, como cada año, pero no quisimos escucharlos, no quisimos levantarnos corriendo para no perder ni un minuto de aquel día, al contrario, nos daba pereza poer un pie fuera de la cama. Nos quedamos tumbadas, hablando, hasta tarde y desayunamos tranquilamente para ducharnos a continuación.
Salimos, vimos el mercado y nos dejamos envolver sin demasiada convicción por los olores típicos que cubrían el pequeño pueblo todos los años.
La comida familiar degeneró. No hubo comida en el jardín; mientras mis padres y mis tíos tomaban unas cervezas en los bares, yo miraba el techo en mi habitación, sin hambre. Cuando ésta apareció, a las cuatro y media de la tarde, bajé a la cocina, con los auriculares en las orejas, cogí un trozo de tortilla de patatas y me preparé mi comida del día M. Comí sola en la cocina, escuchando música.
Por la tarde apenas podíamos tenernos en pie del cansancio, y decidimos volver a casa pronto.
Aquella noche no me levanté ni me asomé a la ventana para ver los bonitos fuegos artificiales que solía contemplar en silencio con mi abuela. Cuando pude oírlos, a lo lejos, subí el volumen de la música, porque el ruido de aquellas luces en el cielo me recordaban cuánto había cambiado todo.
Aquella noche no suspiré aliviada al quitarme la pesada falda, sino que una opresión mucho más fuerte que la que solía ejercer la falda, situada entre el estómago y el corazón, me acompañó lealmente hasta que me quedé dormida.
Me dormí entre jadeos, recordando vagamente el día y con los ojos pegajosos por las lágrimas.
Soñé con un águila enorme, que volaba sobre el valle y, a kilómetros de allí, en mi viejo colchón, anhelé su libertad.
¿Qué había cambiado aquel año? Todo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Los primeros rayos de luz se abrieron paso a través de la ventana azul hasta los ojos cerrados de Gema, despertándola. Se incorporó despacio, pero pareció recordar algo que le hizo ponerse en pie de repente. Se asomó a la ventana y suspiró de alivio al divisar el viejo barquito que se acercaba lentamente al pequeño puerto. Se despojó del camisón celeste y se cubrió con un volátil vestido blanco. No cerró la puerta tras ella ni se calzó los zapatos. Bajó corriendo por las estrechas calles de piedra, mirando hacia el puerto, buscando con desesperación el pequeño barco de color de nube. Llevaba el pelo suelto, y tanto su aspecto enmarañado como su vestido blanco le dieron cierto aire fantasmagórico, por lo que no fue nada extraño que los somnolientos pueblerinos aseguraran, más tarde, haber visto un espíritu volando frente a su ventana.
Llegó al muelle sin aliento, con los pies sucios y una gran sonrisa, y allí la esperaba Álvaro, que acababa de llegar en el viejo barco de su abuelo. Gema saltó a sus brazos, sin darle tiempo a saludar.
-¡Álvaro, te he echado de menos!
Un gracioso hoyuelo se dibujó en la mejilla del joven cuando una dulse sonrisa cruzó su cara morena.
-Pero si estuvimos juntos anoche.
-¡Calla! Me he sentido muy sola. Mis padres no están y no tenía a nadie con quien hablar.
-¿Has hablado con él?
Gema dejó de sonreír por un momento, y Álvaro advirtió las sombras rosadas que rodeaban sus ojos hinchados.
-Sí...
-¿Gema?
-Sí, pero no quiero hablar de eso. ¿Cómo va el barco? ¿Me llevarás a dar una vuelta?
Álvaro se dio por vencido, no había quien la entendiese. Con las manos en la cintura se giró y admiró la pequeña embarcación.
-Genial. Mañana dicen que va a llover, pero el sábado te llevaré a una cala muy bonita que descubrí ayer por la tarde; podríamos llevarnos la comida y hacer un picnic.
-¡Sí!
Gema volvió a sonreír con fuerza, y bailó como una niña pequeña alrededor de Álvaro. Cuando desahogó su alegría se sentó en el muelle, invitándole a que hiciera lo mismo.
-A pesar de todo, te veo contenta.
Ella desvió la mirada, perdiéndose en el horizonte azulado, y asintió con pesar.
-No voy a dejar que unas cuantas peleas me estropeen las vacaciones de verano.
-No entiendo a qué vienen tantas peleas.- suspiró él.
-Todo es por culpa de la distancia. Es muy difícil estar así, estamos acostumbrados a estar siempre juntos y...
Su blanca sonrisa se escondió de nuevo, y sus ojos se llenaron del agua salada que habían tomado del mar.
Álvaro besó con dulzura su nariz y la abrazó como un hermano mayor.
-Falta poco para que os volváis a ver.- dijo con voz extraña.
"Ése es el problema" pensó Gema. Últimamente se sentía muy confusa y asustada. Miró a Álvaro a los ojos y sintió un cosquilleo en la punta de la nariz, donde la había besado.
-Tienes la piel de gallina, ¿tienes frío?
No le dio tiempo a responder. Se quitó la chaqueta fina y la acomodó en sus hombros delgados.
El olor a Álvaro la llenó de esa sensación de culpabilidad que últimamente la acompañaba y que revolvía sus pensamientos, tornando dudosos sus sentimientos. ¿Qué pensarían si lo supieran? Se sentía vacía... Volvió a perderse en el mar, que estaba demasiado tranquilo, como a la espera de que algo ocurriese.
"Es la calma que precede a la tormenta."

miércoles, 3 de agosto de 2011

Ambrosía musical

Bajó al máximo la persiana, cerró la puerta de su habitación y apagó la luz. A tientas volvió a la cama, se colocó los enormes cascos y pulsó el play. El flujo lento de una canción fue apoderándose de la habitación oscura, colándose por cada rincón y envolviendo a José. El fantasma rosa lo arropó, acariciándolo con suaves palabras de una guitarra eléctrica. José cerró los ojos y se dejó llevar. La canción iba tomando forma y, simultáneamente, sus rizos oscuros palpitaron al ritmo marcado por la batería. Cuando la voz hipnótica inició su hechizo, él se encontraba muy lejos de allí.

Remember when you were young…

Apareció en una selva salvaje, rodeado de árboles serpenteantes y flores exóticas de tamaño desorbitado. Miles de diamantes brillaban, destacando entre el verde fantasmagórico de la flora sobrenatural. Guiado por la locura de aquellas joyas se puso en marcha, adentrándose en la selva de luz y sonido. Escondidas entre los troncos llenos de musgo se encontraban unas jóvenes desnudas, las hermosas ninfas. De sus cabellos pendían pétalos incandescentes que, inexplicablemente, no prendían en las hojas, ni en el suelo cubierto de hierba, sólo en su corazón acelerado por la droga intangible que gemía en sus venas. Las ninfas tenían las uñas decoradas con pequeños trozos de aquellos diamantes que poblaban toda la selva, y su piel olivácea creaba un bello matiz con sus ojos violetas. José no dudó ni un instante, y se acercó a ellas. Las abrazó, lloró en sus cabellos de pétalo, bebió la ambrosía de sus pechos y se dejó arrullar por sus palabras venenosas.
De repente todo cambió. La selva luminosa se transformó en un sombrío bosque, y las ninfas huyeron, dejando a José tirado en la hierba, con los labios dulces y el corazón dolorido.
Sin necesidad de abrir los ojos se dejó conducir por un instinto nuevo y palpitante, que lo condujo al centro de un claro. La música a su alrededor había cambiado: ya no era lenta, sugerente; sino rápida y amenazante.

Threatened by shadows at night, and exposed in the light.

Al abrir los ojos descubrió el cadáver de un gran lobo gris y, sin saber por qué, le abrió la boca. Las poderosas fauces no opusieron resistencia a sus manos de guitarrista, y se abrieron para mostrarle un pequeño frasco de cristal que dormía sobre la lengua del lobo, esperando. Lo tomó y observó su contenido trasparente, sin dar crédito a sus ojos. Eran lágrimas de lobo, el elixir de la inmortalidad. Cuando se disponía a destapar el frasco, el animal comenzó a desaparecer muy poco a poco, así como los árboles milenarios y el brillante rastro de diamantes que las ninfas habían dejado en su huida. Todo desapareció, incluso el frasco.

You reached for the secret too soon, and you cried for the moon.

José despertó en su habitación, a oscuras, con el corazón en la boca y un miedo que guardaba silencio en su retina. La música se había detenido.

domingo, 31 de julio de 2011

Wind of Change


Mientras el avión surcaba la oscuridad, Ellen miró hacia abajo como hiciera un año antes, sintiéndose atraída por los tatuajes de luz que surcaban la tierra oscura de un país desconocido. Pensó en lo que le esperaba al llegar a casa, en el abrazo de su madre, la media sonrisa de su padre y en los bracitos pequeños de Carlota. Reflexionó también sobre el cada vez más cercano otoño, cuando las hojas marrones serían sus amigas y le harían llegar sus mensajes a Ian. Él se encontraría en una ciudad llena de calles donde perderse, donde guardar secretos. Ella tendría que vivir un año sin él, viéndolo de vez en cuando y echándolo de menos más que nunca, pues necesitaría sus abrazos para afrontar aquel año difícil.
Dejó que su soledad se esparciese lentamente sobre la niebla gris que en ese momento le impedían ver las ciudades lejanas. El pájaro férreo atravesó aquellas nubes que contenían el alma de tantas personas y Ellen pudo perderse otra vez en los tatuajes de luz. Parecía que el piloto lo había detenido todo a su alrededor para contemplar el mundo a sus pies.
Estando a miles de kilómetros del suelo firme no le resultó difícil evocar el pasado, y se perdió en los recuerdos. A los pocos minutos se dejó caer por el túnel que éstos formaban y sin querer se desvió, cayendo con suavidad en el mundo de los sueños.
Despertó en un campo de margaritas naranjas, que susurraban poesías inacabadas que nunca se escribieron. Caminó despacio, sintiendo el placentero roce de los pétalos en sus manos pequeñas. El cielo azul brillaba con fuerza pero, por mucho que buscó, no encontró ningún sol o estrella que produjera aquella luz. El viento del cambio mecía las flores y le revolvía el pelo, intentando atraer su atención.
De repente vio una persona diminuta sentada en una de las flores. Se acercó con curiosidad y se tropezó, asustada, cuando descubrió que aquel ser tenía su rostro. Sorprendida, descubrió que había una Ellen diminuta en cada margarita, y que algunas habían caído al suelo. Las recogió con cuidado, sujetándolas como se sujeta una caricia, y reveló así el secreto de aquellas flores: en cada una había una Ellen, distinta a las demás pero al mismo tiempo semejante, pues cada una reflejaba un momento importante en su vida.
Constató que no sólo el pasado había quedado registrado. Encontró a la Ellen del presente, dormida sobre el estigma de la flor. Fue entonces cuando se le ocurrió una idea disparatada: buscar el futuro.
Animada por el viento cambiante se dejó guiar por un instinto nuevo y apremiante que la cegó por un momento y la llevó junto a la flor que buscaba. No miró ninguna más, sólo aquella. Se descubrió a sí misma serena, madura. La soledad parcial que sin duda sufría la había curtido, le había enseñado a no depender de personas que no se preocupaban por ella, personas que la miraban con asco. Viéndose así, fuerte y segura, no tuvo ninguna duda: podría conseguir todo aquello que se propusiese.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Keith.



Las sábanas de seda me pedían a gritos que me quedara, que permaneciera en aquel sueño aparentemente bello, que no era más que una mentira.
Cubriéndome sólo con una bata final y azul, bordada con el nombre del hotel, me acerqué al pequeño balcón de mármol, como todas las noches en las que fingía ser otra persona. Ladeé la cabeza y la apoyé en la pared, fría como mis sentimientos hacia Keith.
La enorme ciudad intentaba conciliar el sueño más abajo, pero el continuo tráfico y las luces de oro se lo impedían. Miré a mi alrededor, abarcando todo lo que tenía, todo lo que cualquier mujer necesitaría para ser feliz. Sin embargo, la felicidad era una leyenda urbana en la que yo había dejado de creer para siempre.
Me giré y observé al hombre que dormía en la cama de sábanas blancas. Sus brazos fuertes abrazaban la almohada, y sus largas pestañas parecían cubrir la salida de sus sueños, impidiendo su huida al exterior. Yo sabía que sus ojos oscuros me observaban, y que él sólo fingía dormir. Conocía mi costumbre de mirar al horizonte durante cincuenta y tres minutos, cada noche de amor que compartíamos. Cuando llegaba el momento de dormir dulcemente en sus brazos, como la supuesta mujer enamorada que era, nuestro ritual era otro; no había caricias en la espalda ni un “Buenas noches” rebosante de amor. Él bostezaba y se apartaba de mí, dejándome el espacio que mis ojos le pedían en silencio, el que necesitaba para recapacitar. Cuando Keith fingía dormir, cerrando los ojos y respirando suavemente, yo me incorporaba y me acercaba a la ventana. Él no podía dejar de preguntarse qué era lo que hacía mal, y mientras desayunábamos, cada mañana en una ciudad diferente, ahogaba su mirada cansada en su café solo con una cucharada y media de azúcar, que yo preparaba antes de que se levantara. Pero no se atrevía a preguntarme sobre mi extraño comportamiento.
Desde que me descubrió sentada en el alféizar de la ventana de su piso en Nueva York, desnuda y llorando en silencio, él también había enmudecido. Solía preguntarme si le quería, a lo que yo respondía con un sí mal disfrazado.
Aun así, él me quería, y seguía a mi lado, creyendo que, si seguíamos adelante, aparentando que todo iba bien, yo cambiaría y llegaría a quererlo de verdad.
Aquella noche fue diferente. Keith se levantó silenciosamente y fijó sus ojos en mi espalda torcida, intentando traspasar mi carne y mis huesos, intentando llegar a mi corazón, que después de casi dos años seguía acordonado.
Yo tenía los ojos abiertos, pero no veía nada; toda mi energía se empleaba en recordar con intensidad el pasado que yo olvidaba durante el día. Poco a poco el recuerdo de Jesús dolía menos, no porque hubiera perdido intensidad, sino porque, después de mucho tiempo, había perdido la sensibilidad, y mis labios no sabían besar con cariño nada más que al viento, muy de vez en cuando.
Keith no entendía por qué me palpaba con insistencia mis propios brazos, y yo no sabía explicarle que intentaba sentir algo, un roce, un cosquilleo, una señal que indicara que no había perdido el sentido del tacto.
Faltaban tres minutos para que yo volviera a mi cama tras haber desahogado mi alma y mi mente durante los cincuenta restantes. No lloraba, ni susurraba palabras incomprensibles: no había nudos en mi garganta. Simplemente me permitía pensar en él durante menos de una hora, cincuenta y tres minutos, el tiempo que había tardado en comprender que Jesús no se iría de mí nunca.
Faltaban tres minutos para olvidar de nuevo otra vez y volver a la cama con Keith, dispuesta a fingir un día más, puesto que era el único camino que podía seguir para no morir del todo; cuando se acercó y me abrazó, pasando sus brazos por mis hombros.
No necesité girarme para saber que estaba llorando; sus lágrimas recorrían mi cuello y mojaban mi pelo enredado. Su aliento olía a los escasos besos que lograba robarme, un olor que encogía mi estómago y me hacía sentir culpable.
Desde el momento en que me miró, dejó ver sus sentimientos como un estanque claro y límpido y, fueron muchas las veces que me negué a quedar con él, las veces que huí de una ciudad para no verle y las que nos encontramos en mis misteriosos destinos, escogidos al azar. Finalmente, lo consiguió. ¿Qué más daba un corazón roto más? Él no se daba por vencido, y su mente se obcecaba en ser optimista, cosa que envenenaba mi sentimiento de culpabilidad, pero yo estaba segura de una cosa: me iría en cuanto me lo pidiera.
Yo no era suya, y Keith lo sabía. Yo era una mota más de polvo, un grano de arena en una playa de sueños sin cumplir, una ola en su incesante ir y venir, que no se pregunta por el mañana. No tenía metas.
Keith desistió y volvió a la cama, desde la que me observó como a un precioso sueño del que acabas de despertar: lejana, irreal, dolorosa.
Mentiría si dijera que no sentía nada por él. Sin embargo, no era amor, sino gratitud y seguridad, pues era él quien me había salvado, quien había abrazado a la rosa llena de espinas en la que me había convertido, a sabiendas de que esas espinas seguían creciendo cada día, incrustándose en su piel morena.

sábado, 30 de abril de 2011

Pétalos negros

Ángel retrocedió en la oscuridad hasta que su espalda rozó la columna morada, donde se recostó. Desde allí observó el pequeño bar, la gente, las botellas de colores que adornaban una de las paredes.
“¿Qué hago aquí?”

A veces, lo prohibido nos arrastra a su dulce guarida, utilizando promesas que arañan y satisfacen. Lo malo llama a lo bueno para fundirse en silencio, sin que nadie se inmute, y así ha sido siempre. Los extremos se unen. La inocencia se tiñe de sangre.

No sabía exactamente la razón que lo había llevado hasta allí, pero, fuera cual fuera, no había sido lo demasiado fuerte como para conseguir que se quedara mucho tiempo entre aquellos jóvenes que, viciados al vicio, pecaban cada noche.
Se dispuso a irse, pero, de repente, la puerta del bar se abrió, dando paso a una multitud encabezada por una chica morena, con enormes ojos cambiantes, que parecían desafiar a todo aquél que se parara a mirarla.
Ángel se dirigió a la barra, guiado por un impulso, y respiró hondo.

-Me llaman Rosa.
Él se giró, y se encogió de miedo al descubrir a la hermosa chica sentada en un taburete, junto a él. Irradiaba una fuerza poco acorde a su figura esbelta y delicada.
La expectación que había causado al principio parecía haberse debido a una fantasía de Ángel, pues ahora nadie reparaba en ella.

-Ángel.
Rosa rió con fuerza, sacudiendo su cabello largo y desordenado.

-Será divertido.
Ángel no comprendía nada, pero los ojos marrones de Rosa le gritaban, pidiendo atención.
Sin avisar, la chica se levantó y tomó la mano de Ángel consigo. Lo arrastró a la tarima de madera y comenzó a bailar, moviendo su cuerpo, despacio. Llevaba un vestido corto, negro, que la camuflaba en el local oscuro, y llevaba una cinta de cuero al cuello, de la que colgaba un símbolo plateado y extraño.
Instintivamente, Ángel se llevó la mano a su propio cuello, del que colgaba una desgastada cruz de madera, que representaba su fe.
Rosa fingió no darse cuenta, y siguió bailando, como en una especie de ritual, girando alrededor de Ángel, desconcertándolo.
Se acercó súbitamente y lamió su cuello, impregnando su piel blanca de olor a almizcle. Rosa cerró los ojos, revolvió sus cabellos con las manos, y dejó escapar un suspiro, suspiro que Ángel no pudo escuchar debido a la música, pero que sintió con total nitidez en el pecho, demasiado cerca de su corazón.
Cuando ella abrió los ojos, su color había cambiado.

-Juraría que tus ojos eran marrones…

-Eso depende de la luz, angelito.
Ángel sintió un escalofrío y retrocedió un par de pasos, pero Rosa llevó sus manos temblorosas al vestido ajustado, a su cintura. Intentó liberarse de su abrazo, pero sus manos estaban adheridas a su ropa, y su nariz pecosa jugueteaba ya con su cuello oscuro.
Los ojos de Rosa se teñían de esmeralda a medida que sus labios se acercaban… Pero el beso no llegó.

Ángel, aterrorizado, la soltó con violencia y salió corriendo del bar. Nadie se dio cuenta, excepto Rosa, que sonreía.
Se detuvo en la calle contigua al bar, y apretó con fuerza la cruz que le protegía.
Rosa no tardó en aparecer a su lado, donde se detuvo. Él enmudeció al ver las pequeñas espinas negras que salpicaban la piel de aquella flor salvaje.

-¿Quién eres?- jadeó.
-Una flor marchita que florece de noche, al beber de la oscuridad los silencios que necesita. Tú luz me haces más fuerte, me completas. Sólo eres otra mitad. Necesitas a alguien como yo para poder ser un verdadero hombre.
Ángel no entendía nada. Rosa seguía mirándole, agresiva y provocadora.



-¿Qué quieres de mí?
Rosa rió entre dientes, ocultando su boca con la mano.
-Te quiero a ti.
Se inclinó sobre él, que se encontraba asqueado y maravillado a la vez. Podía huir, su fuerza oscura todavía no lo había inmovilizado del todo…
Pero los ojos verdes de Rosa lo hipnotizaban, y su silueta se adentraba en su mente, donde se fundían apasionadamente entre llamas negras.
Rosa, victoriosa, se enredó en su pelo corto y castaño, dejando una huella que nadie fue capaz de descubrir.
Le arañó el alma y le arrancó la vida lentamente, hasta que no quedó nada de luz. Lo envió al fuego del que provenía, pero lo hizo sin sangre, sin armas. Fue un beso lo que detuvo su corazón.


***
A la mañana siguiente, sus familiares y la policía rodeaban el cuerpo pálido de Ángel, rodeado de pétalos negros, que desaparecería unos minutos después.
Su madre lloraba, desconsolada, y rezaba por el alma de su hijo. Era en vano: Rosa le había reservado un lugar en el infierno, y él no había querido rechazarlo.

lunes, 4 de abril de 2011

"Tatá"

Cuando nació era una persona diminuta, con mucho pelo y dos ojos claros que más tarde decidieron ser marrones. Al principio tuve miedo de que no me aceptara, de que llorara al sentir mis brazos delgados e inexpertos en torno a su cuerpo débil. Al mirar su rostro frágil me preguntaba una y otra vez cómo era posible aquello; el milagro de la vida seguía dibujando interrogaciones que bailaban alrededor de mi cabeza. Unos pocos meses antes había acompañado a mi hermana al ginecólogo, y fue allí donde la vi por primera vez. Era extraño verla moviéndose en el interior de una bolsa, me gustó ver sus manos arrugadas y su cara redondita, que parecía sonreír para nosotros, como si algo dentro de su pequeño corazón le hubiera dicho que estábamos allí. Pero ya había abandonado el cuerpo de su madre, su cálido refugio, la seguridad de su primer hogar, y se encontraba en mis brazos, con las manos pegadas a su carita y con los ojos entreabiertos, intentando verlo todo. Ahora, más de un año después, nos da la mano para andar e intenta caminar lo mejor posible, aunque su impaciencia e ímpetu tropiezan con ella, haciéndola caer. Sus primeras palabras fueron música para nuestros oídos, y su risa traviesa, un sonido más hermoso aún. Es imposible no derretirse cuando la pequeña de la familia me mira y sonríe, haciendo más pequeños esos ojos achinados, que parecen sonreír también. Le gustan mucho las canciones, y me hace repetirlas una y otra vez, pues le encanta bailar, moviendo la cabeza y doblando sus pequeñas rodillas, aplaudiendo y gritando, todo a la vez. Su cabello corto, castaño, se resbala entre mis dedos, pero sus deditos se agarran con fuerza a mi mano, y tira de ella, para pasearse una vez más por el apartamento. Es curiosa y quiere tocarlo todo, sabe que, con un pucherito, conseguirá casi cualquier cosa. Mientras ella se inventa palabras y tararea canciones infantiles por el pasillo, me imagino cómo será en el futuro, y, casi sin darme cuenta, expongo mis pensamientos en voz alta.

-Debes ser, ante todo, lo que tú quieras ser, Carlota. Intentaré contagiarte mi pasión por los libros y por la naturaleza, y juntas aprenderemos muchas cosas nuevas cada día.

Sonrío al pensar que yo seré “la tía chachi”, con la que compartirá sus secretos sobre chicos, amigas, y la que recibirá las quejas que ella tenga de sus padres, a sabiendas de que yo le proporcionaré ese capricho que ellos le hayan negado. Como la diferencia de edad no es muy grande, pasaremos mucho tiempo juntas y lo aprovecharemos bien. La llevaré de viaje a grandes ciudades y a pueblos apartados, le enseñaré inglés y alemán, y ella me enseñará algo de música, si esta mente negada se lo permite. ¿Nos gustará la misma música? Podríamos ir a conciertos y cantar juntas aquellas canciones que nos hagan perder la cabeza. No olvidaré su educación, e intentaré que ni se deje influenciar fácilmente ni sea una de esas personas de mente muy cerrada. La mente abierta, que los sueños vuelen y las ideas fluyan. Sí, eso es. Quizá sea demasiado. La pequeña se gira, me mira y sonríe como sólo ella sabe hacerlo.

-Tatá.

Esa soy yo.

Mientras mi padre y David, el marido de mi hermana, veían un partido de tenis, mi madre y yo recogíamos la mesa, y mi hermana mayor, inquieta, revoloteaba a nuestro alrededor. Cuando todo estuvo recogido nos sentamos en la sala de estar, y mi hermana comenzó a hablarme de esto y de aquello, pero yo no le prestaba mucha atención, hasta que tomó aire, miró a los demás y chilló:


-¡Estoy embarazada!

Yo no sabía cómo reaccionar, y el clásico “¿¡Qué!?” salió disparado de mis labios.

-¡Vas a ser tía!

Mi hermana me abrazó con fuerza, y todas las miradas estaban fijas en mi espalda, que comenzó a temblar. Desde que mi hermana se casó, no hacía más que preguntarle que cuándo tendría un sobrino, pues estaba deseando que llegara ese momento. No obstante, me pilló totalmente por sorpresa, y tuve que huir a mi habitación, avergonzada, para llorar litros contenidos de alegría. Por fin. Sería tía, y mi sobrino (pues imaginábamos que sería un niño) me querría muchísimo, como yo a él. Intenté imaginármelo, pero no supe hacerlo; además mi hermana vino a por mí y me abrazó repetidas veces, emocionada. Volvimos al salón y felicité a mi cuñado por una de las mejores noticias que había recibido en mi vida, por uno de los mejores momentos de mi vida, que no olvidaré jamás. Todavía hoy no puedo explicar con palabras lo mucho que quiero a esa criatura regordeta y caprichosa. Es uno de los mejores regalos que el mundo me ha hecho, y disfrutará de él a lo largo de toda mi vida, sin olvidar nunca la primera vez que su pequeño puño se cerró en torno a mi dedo. Me agacho y la abrazo con fuerza, acariciando su encantadora mejilla con mi mano, que ella coge y aprieta contra su rostro, sonriendo y mirándome con cariño.

-Tatá.

martes, 22 de marzo de 2011

Érase una vez...


Como en una rápida secuencia de fotogramas, nuestras vidas danzaron, fugaces, ante nuestros ojos, hasta entrelazarse con fiereza una noche de septiembre.

No sabría decirte cuándo lo supe exactamente. ¿Quizá dos días después, cuando mi joven corazón, al verte, me traicionó, desbocándose como un loco? Aquella fue la primera señal, una de tantas que intenté reprimir, sin éxito.
Pero nuestras miradas no se comprendían del todo aún, y no supimos verlo todo. ¡Qué fácil hubiera sido ir directamente al grano! Eso nos hubiera ahorrado unas pequeñas dosis de sufrimiento. Pero en esta vida hay que sentir de todo un poco, y creo que no nos perjudicó tanto. ¿Me habría parado a pensar en tus ojos cristalinos tanto tiempo si no provocaras en mí una especie de pinchazo en el alma cada vez que sonreías?
No podía dejar de preguntarme por qué tú, por qué yo, y no me daba cuenta de lo insulso de aquellas preguntas. El tejido de los sueños nos ofreció ese momento de magia, donde el bien y el mal se apartan a un lado, aunque por poco tiempo. Nos dejamos envolver por su tela suave y desnudé mi alma salvaje por primera vez y sin saber que lo hacía. Besarte fue el mejor de los pecados.
Ahora todo eso nos parece lejano, como el comienzo de un cuento maravilloso con su correspondiente moraleja. “Érase una vez…”

Las lágrimas desbordan mis ojos marrones, pues soy incapaz de retenerlas. Como no quiero preocuparte, les ordeno en silencio que no se desvíen hacia tu jersey azul, y me obedecen en el último momento, resbalando por mi cuello y apagándose en el cuello de mi camisa como las últimas notas de una canción.
Tú tienes los ojos cerrados y no pareces percatarte del ritmo surrealista de mi corazón, que se encoge para acallar su ruido, sin conseguirlo. Pero sí me notas temblar, y me abrazas con mucha fuerza, como tú sabes, hasta dejarme casi sin aire.
Mi cara, seca, se acurruca en la curva de tu cuello, su lugar favorito. Ese olor que me volvió loca desde el primer momento me empapa y mis labios no pueden evitar estirarse perezosamente para rozar tu piel.
Me miras, y no llegas a comprender qué hay de raro en mis ojos. No te das cuenta que no estoy aquí, sino muy lejos… allí donde todo comenzó.
“… y aquella historia que en un principio sólo duraría hasta media noche, acabó durando toda una vida.”
***
Como esta entrada habla de una persona muy importante, y hoy cumple años otra de esas personitas imprescindibles para mí, le dedico un pequeño espacio.
Felicidades, Liss :) ¡Que cumplas muchísimos más!

domingo, 20 de febrero de 2011


Últimamente tengo tantas ideas en la cabeza que las palabras tropiezan conmigo, y acaban no diciendo nada. Me he dado cuenta de las cosas cambian demasiado rápido, sin darte tiempo para acostumbrarte a una situación o a otra. Sin embargo, me parece emocionante tener miles de aventuras cada día, positivas o negativas, pues de todas aprendo algo, y todas tejen con hilo lento mi vida. Que todo suceda deprisa me hace pensar que no soy libre, pero, como siempre, me salgo con la mía, y consigo momentos en los que el tiempo se detiene y permanece en un lugar concreto del mundo. A veces, el azar acompaña, y, cuando menos lo espero, sucede aquello que tanto esperaba. Tengo que evolucionar, cambiar al compás de los acontecimientos, para no quedarme atrás. Si quiero algo, llegará, y encontraré esa delicada magia en personas asombrosas que tienen mucho en común conmigo. No importa que el resto permanezca estancado en el pasado, ni tampoco que me ofrezcan su mano cuando paso cerca. Decidí cerrar los ojos y seguir adelante según mi camino… lo que resulta difícil cuando no conozco su ruta exacta. Ni siquiera yo comprendo mis locuras ni mis pensamientos, contradictorios y huidizos. Todo eso me ayuda a saber quién permanece a mi lado a pesar de mis errores, y quien se rinde sin más. Aunque el tiempo se lance contra mí, seguiré adelantando el pie correspondiente, para no desviarme de lo que soy. ¿Quién descifrará los anhelos de mi alma escurridiza? Nada más y nada menos que tú, descifrador de sueños, ladrón de besos, músico de caricias. Porque, a pesar de todo, sigues ahí.

Las cartas están bocabajo… sólo yo decidiré qué hacer a continuación.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Sal en los ojos.


Ian descendió con cuidado, agarrándose a la roca resbaladiza, hasta tocar la arena con los pies. Había visto aquella cala en los ojos de Ellen, pero una cosa era ver su reflejo, y otra muy diferente era estar allí.
Inspiró. Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, había un pequeño libro en la orilla, totalmente seco. Ni rastro de Ellen.
Empleó casi toda su fuerza para levantarlo, debido al peso de los sentimientos allí escritos. Las palabras olvidadas volvían ahora con la fuerza de un h u r a c á n furioso.
Ian acarició la cubierta, y el libro se abrió de golpe. Reconoció la letra irregular y redonda de Ellen, y su corazón se desbocó como un caballo salvaje en pleno galope.

“Hoy, mi úlcera ha vuelto a sangrar. Lo más gracioso de todo es que he sido yo la causante de mi propio dolor, como casi siempre. Sarah se ha quedado durmiendo en su cama, y cuando se despierte volveremos a salir, para seguir descubriendo esta ciudad tan bonita y diferente a la mía. El maldito hotel tiene Wifi, y he vagado por páginas y páginas, hasta caer en un blog. Su nombre me llamaba, me atraía como el imán opuesto que era. Nunca me había atrevido a leer aquello que ella escribía, porque sus letras rodeaban mi corazón, sádicas, y lo mordían con fiereza; siempre me detenía el título. Quizá ha sido por el hecho de encontrarme en otro país, y, por una vez en mi vida, no me he sentido observada por nadie. Click. He entrado. Sabía perfectamente lo que estaba buscando, y lo he encontrado. Con un frenazo, mi corazón ha salido despedido hacia mi espalda, pero el cinturón de seguridad lo ha mantenido en su sitio. O eso creo. No quería seguir leyendo, pero lo hacía. He leído sus sentimientos plasmados en la pequeña pantalla de mi móvil, y los he vuelto a leer, hasta que las lágrimas han anegado mis ojos cambiantes. ¿Qué esperaba? Aun así, nunca se lo contaré a Ian, porque hay cosas que guardo para mí, y así será siempre. Él se preocuparía y me repetiría que no tengo razones para estar celosa o llorar por tonterías. Y tiene razón. ¿Por qué me afecta, entonces? No conozco todas las causas ni los efectos, y no sé responder a esa pregunta que me martillea la cabeza. Es una respuesta involuntaria a un estímulo masoquista. Con el tiempo, supongo que… Sarah se ha despertado; tengo que dejar de escribir. Cuando llegue a España, pasaré mis notas desordenadas al libro que contiene mis secretos, los que sólo conocen los personajes de mis sueños. Los canales, las barcas de colores y el olor a verano fresco de la Venecia del norte me ayudarán a sonreír.”

Con el corazón en un puño, leyó lo que Ellen había escrito unas horas después.

“Aunque Sarah no llegó a ver mis lágrimas, se ha dado cuenta de que me pasa algo. Hemos cenado en una pequeña pizzería ruidosa que olía a aceite (odio el olor a aceite) y me ha dado el bajón. He puesto la típica excusa de que hacía mucho calor y me agobiaba el lugar y el ruido. Se lo ha creído a medias. Sólo necesito dormir, mañana me olvidaré de todo: no pienso fastidiar estas estupendas vacaciones. Todas las úlceras dejan de sangrar algún día.”

Ian cerró el libro, y hundió la cabeza en las manos. El susurrar de las olas humedeció sus sollozos, y apagó sus palabras ígneas: “¿Cómo voy a encontrarte ahora?”

miércoles, 26 de enero de 2011

Mira lo que he encontrado.


Parecía que alguien le había dado un mordisco a la luna. Aquella noche, con los ojos cerrados, nos atrevimos a hablar de aquel día de septiembre. Las emociones importantes no aguantan demasiado tiempo escondidas. La arena refrescaba nuestras piernas y las olas murmuraban, intentando confundirnos. Recordar aquella noche me trae el sabor del mar, el olor a verano. Las noches cortas que se alargábamos con conversaciones mágicas de madrugada, y los largos días en los que hablábamos del pasado y del futuro, dejando correr el presente.
Esta foto me recuerda el verano, sí, pero también el invierno.
El frío trajo desilusiones y lágrimas punzantes, de las que se clavan en las mejillas hasta hacernos sangrar. El viento otoñal arrancó despacio las máscaras, descubriendo miradas caídas e hirientes. Fue demasiado para mí. Tú has seguido ahí, y respeto tu decisión. Este año, nuestro camino común se ha bifurcado de varias maneras y sabes tan bien como yo que no hemos tenido más remedio que arrastrar los pies en sentidos opuestos. Yo también confiaba en que nuestros caminos no se separarían, y he temido este momento desde que la lluvia me contó su secreto. Hasta hace poco, creía que todo lo ocurrido había causado un dolor irreparable en nosotras, creía que no volveríamos a ser las mismas.
Tú me has demostrado lo confortable que es volver a abrazarte, abrazarte y sentir nuestra amistad como antes, de verdad, debilitada pero segura. Hasta hace poco, el miedo a sentirme rechazada por ti me amordazaba, y me impedía decirte que seguía necesitándote. Aunque las dudas te hagan creer que he olvidado todo lo que hemos compartido, no debes creerlas. Nunca. Sus mentiras ocultan ponzoña y cobardía. Sigo sintiendo tus lágrimas en mis hombros, tus jadeos en mi pecho y tus sonrisas en mis comisuras, aunque yo no sepa sonreír hacia abajo. Tú me has ayudado a ser lo que soy, formas parte de mi vida, y seguirá siendo así hasta el momento en el que me apartes de tu lado. No importan los obstáculos. Por mucho que nuestros caminos se empeñen en seguir direcciones diferentes, nosotras siempre encontraremos la manera de entrelazarlos.
Siempre pensé que la felicidad dependía de la gente, y que sólo sería feliz si estaba rodeada de personas. Hoy, puedo contar con los dedos de una mano la gente que me quiere de verdad. Aun así, me siento satisfecha, afortunada y feliz. Esas pocas personas llenan de emociones mi vida, y no necesito a nadie más.
Nunca dejes de creer que todo puede mejorar.
***
Siento mi irresponsabilidad, últimamente no tengo mucho tiempo, y no he podido firmar en todos vuestros blogs. Aún así, agradezco muchísimo los comentarios desinteresados de aquellos que me visitan a pesar de todo :) muchas gracias a todos.

miércoles, 19 de enero de 2011


Nos encontraremos cuando ya no quede nada que perder, cuando deshagas el camino que nunca terminaste. Sabrás que es el momento porque las estrellas se habrán despegado del cielo. Yo te esperaré en el lado oscuro de la luz, en la esquina que enlaza la noche y el día.

No tengas prisa, aun hay tiempo.

Ahora sólo quiero rodar por la arena, y que ésta se adhiera a mi cuerpo mojado, algo que, como sabes, siempre he odiado. ¿Y qué? En esta vida hay que hacer de todo. Intentaré perder mis miedos en un mariposario y reír con un buen drama. Sí. Quiero quedarme sin aire al reírme como una loca, y romperme la cabeza intentando no imaginar. Quiero subir a la azotea secreta, a nuestra atalaya, y bailar bajo la lluvia. Quiero que sepas que sentí todo aquello que dije, que no me arrepiento. Todo lo que he hecho ha sido porque yo he querido. Y quiero hacer tantas cosas...

Como ves, aún queda mucho por hacer; te escribiré más a menudo. Pero ahora tengo prisa. Tengo que vivir.

lunes, 10 de enero de 2011

Iván.

Mamá nos despidió en la puerta, y me inquietó lo apagada que encontré su mirada, aún más que de costumbre, y lo arrugadas y pequeñas que parecían sus manos.
Comprobé que Iván estaba bien abrigado y agarré su mano diminuta, que temblaba.
Era sábado, día en el que mercaderes y juglares se reunían en la plaza del pueblo, y desde nuestra casita, alejada del bullicio, se respiraban aromas que sugerían suculentas comidas que nunca probaríamos y melodías impacientes que me ponían nerviosa.
Acostumbrada al silencio, el pueblo me asustaba, así que aceleré el paso y me dispuse a terminarlo todo lo antes posible. Ese día compraríamos menos alimentos que de costumbre, porque habíamos reservado gran parte de nuestro escaso dinero a la enfermedad de mi hermano Iván.
El pequeño caminaba a mi lado, ajeno a todo, con la cabeza gacha. Sonreía muy poco, sólo cuando veía un pájaro o una mariposa, y buscaba algo en el cielo, con añoranza. Mi abuela decía que era un ángel al que le habían cortado las alas al nacer, haciendo imposible que algún día pudiera ver cumplido su sueño: volar lejos de la tristeza y del color sepia de nuestro mundo.
Últimamente la fiebre le subía cada noche, y se despertaba llorando, entre pesadillas de ceniza. Sudaba copiosamente, y los paños húmedos no surtían efecto, por lo que mamá decidió pedir ayuda a una anciana del pueblo, que hablaba con los espíritus y éstos la ayudaban a curar todo tipo de males, que los mortales desconocíamos.
No pronunciamos ni una palabra hasta llegar a la taberna, a la entrada del pueblo, donde los hombres bebían y cuchicheaban, supersticiosos.

-¿Estás cansado, Iván?

No contestó, sino que alzó la vista y la dejó caer en el cielo marrón, que oscurecía por momentos.
Llegamos al primer puesto, el de las verduras, y, de repente, todo comenzó a ir mal. Había un hombre enorme bajo las telas raídas del puesto, y sus ojos negros nos miraron con asco. Señaló a Iván con el dedo, y se acercó a nosotros, amenazador, mientras un fuerte viento de origen desconocido arrojaba a la gente al suelo, nublando su vista y su razón.

-Tú…

Ese hombre me asustó aún más que los juglares y sus miradas, que activaban un tambor en mi pecho. Sin saber lo que hacía, cogí a Iván de la mano y corrí hasta la casita más próxima, que era, casualmente, la de la anciana bruja.
La mujer dormía sobre un camastro. A Iván le costaba mucho respirar, así que me acerqué a ella.

-Disculpe…

Sus ojos arrugados se abrieron de golpe y sus enorme uñas sucias se hundieron en mi pelo despeinado y lleno de polvo.

-¿Quiénes sois y qué hacéis aquí?- chilló.

Nuestra abuela siempre nos previno, y nos repitió muchas veces que no debíamos decir nuestro nombre a desconocidos, pues había brujas que, sabiendo el secreto de tu nombre, entregaban tu alma al diablo. Sólo tu nombre; no necesitaban nada más.

-Mi hermano está enfermo… Usted… Mi madre me dijo que nos ayudaría.

-Inocentes criaturas… ¿O s l o h a b é i s c r e í d o ?

Con esas palabras me atrapó en su mirada, y caí en picado hasta visualizar el mismísimo infierno.
Empujé a Iván fuera de la casa, donde la lluvia caía con fuerza. El pueblo estaba vacío.
El hombre de los ojos negros apareció detrás de mí, y nos alejó entre el ruido, por lo que no pudimos oír la risa de la bruja, que apareció, empapada, junto a nosotros, y mordió a Iván en los labios.
Mi hermano pequeño se sujetaba el pecho y escupía sangre, que resbalaba hasta su ropa desgastada, y manchaba la tierra que nos había visto nacer. Se estaba muriendo, yo lo sabía. Intenté correr hacia él, pero el hombre me había inmovilizado. Lloré de impotencia en los enormes brazos poblados de vello, y mi mente revivió el infierno acre de aquellos ojos endemoniados, imagen que se interpuso sobre la de mi hermano de cuatro años, que cayó de rodillas. El comerciante me soltó, y corrió hacia mi hermano.
Olvidé la advertencia de mi abuela, y grité el nombre que nunca había pronunciado fuera de la habitación que compartíamos, el nombre que sólo había pronunciado de noche, en su diminuto oído. Mi grito rasgó el aire, y secó la lluvia.

-¡Iván!

El viento se detuvo, su sangre no volvió a coagularse. Una serpiente de luz cayó sobre mi hermano… se lo llevó.
Mis lágrimas ardían. Si mi hermano estaba en el infierno… yo iría a buscarlo.