"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

domingo, 26 de agosto de 2012

Dangerous animals

Llena de rabia, gritó y tiró de un manotazo todos los papeles al suelo, haciéndose daño al golpear la mesa de madera. Las palabras se desordenaban en sus dedos y se escurrían entre las vetas del tablero, negándose a obedecer.

"Allí, en la playa de piedrecitas del décimo piso, ambos se miraban a los ojos con cierto desafío. Ella apenas podía sostener su iris azul; la vergüenza se lo impedía. 
Uno a uno, el viento nocturno le susurraba al oído todos los errores que había cometido. Una y otra vez. 
De pie, frente a frente, parecían dos luchadores que se toman unos segundos para recuperar el aliento antes del siguiente asalto. Eran dos fieras heridas. Cariño y decepción. Pasión y rechazo. 
Los pequeños arañazos eran ya cicatrices casi invisibles, pero las peores heridas no podían apreciarse desde fuera. Ella conocía los mordiscos del corazón de él porque aún quedaba algo de sangre en sus labios. 
Era imposible fingir que esos golpes no existían, inútil pensar que iban a curar de la noche a la mañana. 
Todo había cambiado, empezando por ellos. Ya no eran los mismos."

Ellen lloró de impotencia sobre sus manos manchadas de tinta. Quería escribir todo aquello que sentía, pero no podía.
Todos se habían equivocado, sobre todo ella, que no tenía más remedio que secarse aquellas lágrimas inútiles y asumir las consecuencias.
Pronto dejaría de ser una niña, pronto se marcharía de casa y tendría que aprender a valerse por sí misma, a no depender de nadie.
Sólo el tiempo diría si los errores cometidos habían servido para algo y si por fin había aprendido la lección.
Estaba decidida a empezar de cero.

miércoles, 11 de julio de 2012

The Jeweller

Los dedos de Mónica repiqueteaban contra la ventana del carruaje. A su izquierda aún era de día, pero en el lado oriental las oscuras montañas se recortaban contra el atardecer cobrizo, anunciando el nacimiento de una nueva noche. Llegaron a la pequeña ciudad, en cuyo puerto se situaba, en lo alto, “The Jeweller”. La posada era conocida en todo el país y en ella se reunían personajes de todas las clases sociales; ladrones, prostitutas, artistas, viajeros, marqueses, artesanos y damas.

Tras reservar una modesta habitación, Mónica cambió su cómodo vestido de viaje por otro más adecuado para la ocasión. Se cepilló el cabello repetidas veces hasta que quedó totalmente liso y brillante y pellizcó con delicadeza sus mejillas. No tenía hambre, así que se dirigió directamente hacia las mesas situadas frente al pequeño escenario. Pidió una bebida suave y esperó a que fueran llegando más personas, que comentaban las últimas novedades. Todos hablaban de él. Mónica no lo había visto nunca, pero había oído todo tipo de historias acerca de Mark. Durante los últimos meses había sido el protagonista de sus sueños, en los que siempre aparecía enmascarado, y por fin, aquella noche, dejaría de ser un extraño para ella. Los minutos se deslizaban con lentitud y tuvo que contenerse para no quitarse los guantes de seda y morderse las uñas. ¿Habría hecho bien en ir hasta allí? Cuando todas las mesas quedaron ocupadas, el camarero apagó algunas lámparas, quedando el escenario mucho más iluminado que la parte que ocupaba el impaciente público. El dueño de la posada dirigió unas palabras a los espectadores, explicando que el primer y único artista de aquella noche sería el joven Mark. Éste apareció segundos después, con una funda negra colgada de la espalda. No era como ella lo había imaginado. Era más alto, más joven. Vestía una camisa clara de lino y unos pantalones ajustados tan negros como su pelo. Su semblante era serio, intimidante. Mónica sintió un escalofrío, pero no fue la única. Muchas mujeres lo miraban, hechizadas, desde diferentes puntos de la semioscuridad que las protegía. Sabedor de ello, Mark se recostó contra la butaca de madera y, tras sacar a su único compañero permanente, su laúd, de su funda, paseó su mirada triste por el público. Sus ojos se detuvieron en los de Mónica y no dejaron de quemarle mientras duró la música. Aquella noche, en “The Jeweller”, Mark interpretó diez canciones. Algunas eran de carácter popular, otras, menos conocidas y las cuatro últimas las había compuesto él.

¿Qué tienen los músicos que vuelve loca a la doncella más inocente? Ese algo que nos lleva a envidiar a sus instrumentos, haciendo que deseemos ser nosotras el objeto de su dedicación. Querríamos que sus dedos corretearan por nuestro cuerpo en lugar de acariciar las cuerdas, mostrarles los dulces sonidos que nuestra garganta es capaz de emitir. Querríamos ser música en sus manos y, una noche de verano, convertirnos en notas musicales que tiemblan en el aire antes de desaparecer para siempre.

Mónica tampoco apartó los ojos de Mark, el músico que la había hechizado en la distancia y que ahora la atraía con tanta fuerza que apenas podía respirar con normalidad. ¿Por qué, de entre todas, la miraba sólo a ella? La gente comenzó a cuchichear, pero ni siquiera le importó. Su pulgar dejó de buscar el anillo que solía abrazar su dedo anular y cuya ausencia todavía sentía. Allí sentada, con los pensamientos y la vista clavados en el autor de la sensación que la envolvía, Mónica sintió cómo todas su heridas se cerraban lentamente. El pasado desaparecía, así como el futuro. Las dudas, el miedo, la hipocresía. Se sentía libre, ligera y, sobre todo, viva. Era imposible no sentirse así cuando su corazón retumbaba cada vez con más fuerza, ahogando a la razón, recordándole que estaba allí. La música de Mark se clavaba en ella y le abría los ojos a un nuevo mundo de promesas indecentes que habían acabado con la honra de muchas jóvenes. Las brasas que bostezaban en su interior se convirtieron en llamas cuando comenzó a imaginárselo. Mark arrancó al laúd las últimas estrofas y una cálida sensación recorrió su nuca, propagándose por toda su cara, del color de las fresas maduras. Un escalofrío siguió a otro. Había llegado el momento.

Mark bebía en la barra, apartado de todos. A una distancia razonable, grupitos de chicas lo miraban y reían juntas. Mónica dudó pero inmediatamente volvió a sentir su mirada penetrante. La sentía incluso entonces, de espaldas a él y con los ojos cerrados. “La curiosidad mató al gato”, pero todo el mundo sabe que los felinos tienen siete vidas y ella estaba dispuesta a perder unas cuantas por aquella sensación que la oprimía con urgencia. Se acercó a él y pagó al camarero. Al marcharse dejó uno de sus guantes junto a Mark, señal de que aceptaba. Como si lo hubiera estado esperando, él tomó el guante y se dirigió hacia sus habitaciones, en el segundo piso. La suya era la puerta más alejada, de resistente roble. El otro guante, que cubría su mano, era la llave de aquella puerta. La llave de la locura y de la libertad. Simbolizaba el inicio de una nueva vida, suya, sólo suya.

lunes, 2 de julio de 2012

Soledad

Los comienzos ya marcan un final. repentino, tardío, quizá inesperado.
Yo no sabía nada de arte. Nada. Pero sabía que la chica del cuadro se sentía sola.
Tenía la espalda curvada y los hombros caídos. Miraba un pedazo de papel amarillento que, al principio, creí que era un libro.
El desorden, aunque moderado, de la habitación revelaba que acababa de deshacer la maleta. Quizá acababa de llegar a la habitación.
Como leyendo mis pensamientos, Sarah intervino:
-Quizá se dispone a marcharse.
Hopper nos permitía imaginar las razones de aquella chica para permanecer sentada en la cama con la mirada fija en la nota. Por mucho que me acerqué al cuadro, no parecía haber nada escrito en el pedazo de papel.
-Estaba esperando a alguien, pero no se ha presentado.
Yo, en cambio, me decantaba por otra opción; la chica se disponía a escribir una carta. Casi podía ver cómo las palabras la atormentaban desde lo más profundo de su mente joven. Si unos cirujanos abrieran su pecho, no encontrarían más que interrogaciones arrugadas.
Me identificaba con ella hasta el punto de que me entraron ganas de descolgar el enorme marco y salir corriendo. Sinceramente, me moría de ganas de hacer alguna estupidez, pero aquélla habría sido demasiado.
Me gustaría poder decir que había sentido un golpe súbito y fuerte que me había hecho comprenderlo todo como si fuera un sencillo acertijo. Pero seguía preguntándome cómo había llegado hasta allí, hasta aquella sala de un famoso museo en el corazón de la gran ciudad.
Habría dado cualquier cosa por convertirme en óleo y traspasar el lienzo para abrazar a la chica triste. La habría besado en la mejilla y le habría sonreído con la misma tristeza que reflejaban sus ojos distantes. Habríamos dejado de estar solas.

Cuando volvíamos a casa, yo pensaba en las palabras que podría haber escrito y que se habían resbalado hasta el infinito. Recordé la ilusión con la que esperaba la llegada del verano y los cristales rotos que había bajo mis pies, eso que debía evitar constantemente y que a veces me cortaban con suavidad.Pensé en el chico que conocía el lenguaje de los números y en la chica de la bola de cristal.

Desde su sala, ya vacía, la joven había dejado de ver la nota en blanco. En su quietud suspiraba y pensaba cuánto podían cambiar las cosas. No podía planear nada, por mucho que la incertidumbre la oprimiera con fuerza hasta humedecer sus ojos. No podía. Sólo le quedaba esperar, adaptarse y aferrarse con fuerza a los cambios positivos que pudieran desencadenarse en una fresca noche de verano, bajo las estrellas.

domingo, 17 de junio de 2012

Euforia.

Aparecí en una enorme pradera de color verde oscuro. A mi espalda se dibujaba un bosque de árboles estrechos, muy juntos entre sí; en el horizonte, el sol comenzaba a descender y el cielo se había teñido de un apacible color naranja. Su color.
Las olas chocaban con fuerza contra la costa rocosa y, con cada sacudida, la pradera que coronaba el acantilado temblaba suavemente. Alejada de los árboles, muy cerca del borde, ella escribía sus sueños con la esperanza de que se cumplieran si los relataba con suficiente detalle. A veces, las olas rompían con tanto ímpetu que algunas gotas saladas salpicaban las hojas de su cuaderno. La brisa infinita revolvía su cabello oscuro y le hacía cosquillas en el cuello, de donde colgaban una estela celta y un corazón de plata.
Su vestido blanco se revolvía; sus pies descalzos sin duda estarían fríos, como siempre, sobre la hierba húmeda. Permanecí oculto frente al ejército de árboles y no dejé de contemplarla, anotando cada detalle en mi memoria, porque sabía que aquella podría ser la última vez que la viera. Algo me lo decía; de alguna forma sentía que su pequeña figura podría lanzarse al mar en cualquier momento y sumergirse para siempre en el olvido.

Cuando la luz dejó de ser suficiente para seguir escribiendo, Ellen cerró el cuaderno y se puso en pie. Temiendo ser visto, me escondí tras uno de los primeros troncos y observé cómo se acercaba hasta el mismo borde del acantilado. Ellen relajó las rodillas y los hombros. Tomó aire y levantó con rapidez el brazo derecho, provocando que una enorme ola ascendiera de repente, dibujando un bonito círculo cuyo centro era ella. Sucedió lo mismo con su brazo izquierdo. Ellen comenzó a mover también los pies mientras el mar dibujaba sus deseos en el aire. Como una bailarina, recorrió el saliente dando pequeños saltitos y moviéndose al compás de una melodía que tan sólo ella podía escuchar. Desde mi escondite pude oír su risa, estridente y peculiar. Ellen bailaba sobre la hierba, giraba, saltaba, y manejaba el mar a su antojo. La espuma mojó su vestido y trajo un salvaje olor salado.
Cuando las últimas figuras azules descendieron a su orden, el cielo se había llenado de pequeños diamantes. Pero no había luna. Encendió unas antorchas, que quedaron suspendidas en el aire. Las pequeñas llamas lamieron su vestido blanco, que se tornó en uno de color rojo intenso. Tenía el pelo mojado y la respiración entrecortada, pero el fuego no secó su sonrisa.

Me sentía en la cima del mundo. Acaricié las llamas puntiagudas con los dedos y sentí un abrazo cálido en las manos. El aire olía a mar, la hierba se había secado a mis pies y mi corazón volvía a rebosar energía. La sentía, vibrante, en cada uno de mis músculos. Notaba la tensión en el ombligo y el júbilo en mi garganta. Llené mis pulmones de aire fresco y me estremecí de placer. Cerré los ojos y la música volvió a sonar en mi cabeza, distinta; más rápida y decidida. 

Ellen volvió a bailar. Comenzó despacio y giró alrededor de las antorchas. Parecía hechizada. Con los ojos cerrados, besó con delicadeza una de ellas y las llamas le devolvieron el beso. Contemplé anonadado cómo se separaba de la antorcha, completamente ilesa, y se abandonaba a una danza salvaje en el círculo de luz, que se desplazaba a la vez que ella, protegiéndola de la oscuridad en la que yo me encontraba. Elevó los brazos, giró las muñecas, meció sus caderas, una y otra vez. Se movía como una sacerdotisa en un ritual extraño. Aunque en ningún momento abrió los ojos, no perdía el equilibrio y sabía dónde pisaba. Estaba en su elemento. Se sentía bien.

Allí, rodeada de luz, dejé que el fuego surgiera de mi interior. No podía dejar de bailar, la música aumentaba su volumen con cada nuevo giro. Las olas seguían rompiendo contra el acantilado, pero yo no prestaba atención al ruido ni a los temblores. En aquel momento era el centro del mundo. Todo giraba a mi alrededor y yo era consciente de ello. Me sentía ligera, sabía que podría volar. Mis pies se movían, rápidos y seguros, como nunca lo habían hecho. No había aprendido aquellos pasos, todo estaba dentro de mí. 

Sin darme cuenta, salí de detrás del árbol y me acerqué poco a poco a ella. Seguía presa del frenesí y sacudía la cabeza como una loca, sin parar de reír. Sólo la veía a ella, fuego y pasión, color en la oscuridad. Cuando entré en el círculo de luz de las antorchas, Ellen se detuvo.

Había alguien. 

Tenía el pelo revuelto y la frente le brillaba por el sudor. Su enorme sonrisa se abría y cerraba guiada por el vaivén de su pecho.

Mi corazón latía desbocado y apenas podía respirar, pero aquel cosquilleo seguía recorriéndome. Abrí los ojos. 

Abrió los ojos. Una vez más, sus grandes ojos fijos me inmovilizaron. Me perdí en ellos, en su color cambiante, en la energía que desprendían. Necesitaba sentirla. Levanté una mano y la acerqué a la suya. Cuando la alcancé, una corriente me recorrió el brazo, saltó a mi pecho y me envolvió el corazón. Quemaba, pero era la sensación más maravillosa que había sentido nunca. Me sentía capaz de cualquier cosa. Ella irradiaba una mezcla de sensaciones de todos los colores que desprendía electricidad. Aquella energía que nunca la abandonaba latía con fuerza y la cubría por completo. Tenía un nombre, un nombre que la caracterizaba y resumía su esencia en unas pocas letras. Aquello era lo que yo sentía a su lado, lo que Ellen desprendía y le hacía perder la cabeza y sentirse en lo más alto.

La mirada de Ian era indescifrable, pero nada podía preocuparme entonces. Todo mi cuerpo palpitaba, mi boca saboreaba aquella sensación que tanto había añorado... Euforia

“Euforia”. Pronuncié aquella palabra mágica sin dejar de mirarla a los ojos. Entonces supe que volvía ser la de antes, que nunca había dejado de serlo. También supe que lo que más deseaba en el mundo era ser feliz, y que ella buscaría esa felicidad más allá de cualquier límite. Buscaría aquello que le hiciese sentir la euforia. Quizá fuera yo, quizá no. Pero ella lo encontraría.

sábado, 2 de junio de 2012

Frozen.

Era imposible apartar la mirada de aquel pequeño corazón, que latía, bombeando silencio, en una caja de hielo. Ella cerró el puño y comparó su tamaño con el del corazón. Encajaban. Sin embargo, las cosas no estaban saliendo como esperaba; aunque el corazón conseguía latir fuera de su cuerpo, congelado y aislado del mundo, en el hueco que había dejado, junto a su pulmón izquierdo, se arremolinaban palabras y sensaciones que no deberían tener cabida allí. Sístole y diástole, sístole y diástole, ... El corazón latía con normalidad encerrado en la caja, de donde pronto saldría para volver al cálido cuerpo humano. Ella seguía dudando. Al recuperar su corazón, ¿volvería a ser todo como antes? Parecía improbable. ¿Qué era exactamente “antes”?

Mientras lo observaba ensimismada, vio cómo unas pequeñas gotas de sangre manchaban el hielo que lo protegía. A veces, aquel verano que se había empeñado en adelantarse subía la temperatura de la caja con sus sofocos y el corazón sangraba levemente. Ella tenía que darse mucha prisa en cogerlo con sus manos mientras que sus pequeños ayudantes reponían el hielo, más frío, más azul. Cuando esto sucedía, los sentimientos repudiados entraban en contacto con sus manos frías y se fundían con su piel, invalidando el complicado proyecto. Al devolver el corazón a su lecho, no se sintió aliviada, sino al contrario. Añoraba los sentimientos que la hacían ser humana y que una vez la habían definido por su vivacidad. Tenía miedo de no reconocerse en su propio corazón cuando éste volviera a alojarse en su pecho, de donde había sido sacado por razones de urgencia. En la galería, desde donde se obtenía una vista perfecta de todo el quirófano, unos ojos verdes la observaban. Eran verdes porque Shakespeare así lo dijo.

Ella no se había lavado bien las manos ni llevaba guantes, porque creía que todo protocolo era innecesario. Caminaba de aquí para allá, sintiéndose observada en todo momento. Esperaba con ansiedad el día, cada vez más cercano, en el que todo su cuerpo volvería a vibrar, recorrido por sangre nueva. Muchas veces había estado a punto de transplantárselo de nuevo, pero se había contenido de alguna manera. Vacía, así debería estar. Y, sin embargo, no lo estaba, porque simplemente no podía. Sentía tantas cosas que ni el eco de los latidos helados conseguía acallar las voces de su cabeza. Los ojos verdes siempre acechaban desde la galería. ¿Qué pasaría después? Comenzaba a hacer tanto calor que ella misma se desnudó y se hundió en una bañera llena de agua fría. El verano se presentaba incierto y, a pesar de todo, maravilloso. No tenía ni pies ni cabeza. Lo único seguro era la fecha del transplante. Lo demás estaba por ver. Para dejar de pensar en todas las salidas que podría tener aquella situación sumergió también la cabeza, inmovilizando sus ideas.

 Ni el agua fría ni el monstruo de ojos verdes conseguían engañarla. No podía dejar de pensar en Ian.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Amelie se concentró en el horizonte. Le molestaban las canciones que se sucedían una tras otra en su cabeza. Una niña pequeña chapurreaba palabras sin sentido a su lado, sin dejar de sonreír. Suspiró, cerró los ojos.
Marlene la contemplaba con sus perfilados ojos marrones, miraba su cuello, el pequeño lunar que separaba su pelo corto de la piel que sus uñas rojas habían arañado noches atrás. Se mordía los labios, nerviosa, sin entrar en la acción, porque a los fantasmas no les estaba permitido tocar a la chica del precipicio. La luna sonriente mantenía alejadas las enormes nubes azules para iluminar a Amelie, que palidecía poco a poco al borde del acantilado, y a su alrededor todos eran fantasmas, reflejos de sueños inconclusos que la empujaban cada vez más cerca del abismo.
La niña pequeña lloraba.

Unas agujas se dibujaron en la luna. Tiempo. Con cada minuto transcurrido aparecía una nueva sombra junto a Marlene, que comenzaba a impacientarse. Sombras blancas que ni la oscuridad podía apagar, sombras que no hacían otra cosa que mirar a Amelie, esperando el momento adecuado para empujarla sin un solo movimiento.

Palabras. Algunas se las lleva el viento, y otras son tan pesadas que sobreviven a un huracán. Las palabras estaban prohibidas y por eso las sombras permanecían calladas, encorvadas en la noche muda, la última de todas. Ni siquiera los majestuosos búhos de plumaje castaño hicieron ruido al sobrevolar la zona, ni los lobos, que se mordieron la lengua hasta sangrar para no aullar a la luna y romper el hechizo. La sangre de los lobos se mezcló con la hierba y el cielo lloró para impedir que el riachuelo rojo rozara los pies descalzos de Amelie. No había palabras, ni ruido, pero sí dudas. Amelie dudaba porque sólo obtendría respuesta a sus preguntas lanzándose al abismo, y no estaba segura de querer conocerla. No estaba segura de nada, excepto de que la pequeña había enmudecido. Cuando se giró, buscándola, se encontró con pares y pares de ojos que se multiplicaban a su alrededor. Miró a Marlene, que estaba al lado de D. Miró sus ojos oscuros y sus labios rojos, entreabiertos. Atracción, repulsión, atracción, repulsión.

Amelie ya no era ella; era uno de los búhos. Estiró las alas y planeó sobre los fantasmas, en busca de la niña, aunque sabía que a quien realmente buscaba no lo encontraría allí. Se posó en el suelo, entre los recuerdos, y se observó a sí misma. Sus enormes ojos parecían más grandes que nunca sobre la piel, que seguía perdiendo color. Pies de bailarina, manos de pianista y cuerpo de maniquí. El tiempo se acababa. D. tocaba la guitarra un poco más allá, ignorando los labios rojos de Marlene, aunque ningún sonido era capaz de inundar el aire frío del norte. Amelie lo veía acariciar las cuerdas con los dedos y mover los labios mientras cantaba su canción, pero no podía oír nada. La lluvia tampoco hablaba. Silencio. Tica, tac. Tic, tac. Marlene se mordía el labio inferior, D. intentaba, sin conseguirlo, cantar para ella, y la frustración se abrió paso en sus ojos de color indefinido. Frustración. Frustración.

Amelie, que seguía siendo un búho, se abalanzó sobre la chica del precipicio y arañó su pecho, rompiendo su camisa blanca y despertándola del trance. Las gotas de agua se metamorfosearon en rosas negras con espinas doradas, su verdadera esencia. Amelie era una rosa de pétalos suaves y espinas punzantes que se abrazaba a sí misma para sentir algo, aunque fuera dolor. Lo único que necesitaba era un abrazo, pero ¿quién abrazaría una flor tan peligrosa? Los dientes dorados se hundirían en su carne y todo el miedo que contenía contagiaría su corazón.

Amelie cayó al abismo. No fue por Marlene, ni por D., ni por ninguno de los fantasmas que la miraban sin verla. Se dejó caer para evitar que el búho le arañase el corazón, lo único que la hacía humana. No sintió vértigo, ni miedo, sólo celos. Los celos se apoderaron de ella y la hicieron gritar, rompiendo el silencio, la calma, las normas. Gritó porque no podía más y el pecho le sangraba, porque no entendía qué hacían allí algunas sombras ni dónde estaban las que faltaban. Gritó como una loca mientras seguía cayendo, sujetándose los sentimientos con las manos llenas de sangre.

Gritó. Pero calló cuando a lo lejos, en lo que parecía el final de la caída, comenzó a formarse una imagen. Amelie vio una habitación en una pequeña pensión que tenía nombre de ciudad. Se vio tumbada en el suelo de la habitación, haciéndose la dormida. Había una cama enorme junto a ella, pero estaba vacía.

miércoles, 11 de abril de 2012

We carry on.


Las palabras se escabullían por debajo de la puerta. Las luces se apagaron tras una orden silenciosa y la música enmudeció lentamente a medida que los ojos de Mónica se cerraban.
Intentó concentrarse para huir a su lugar favorito, recién descubierto en las sinuosas calles del barrio más mágico de Roma.


En un pequeño jardín, Mónica respiraba el aire nocturno, tumbada en el suelo, mirando hacia el cielo. No había una sola estrella, todas habían caído a la Tierra y en el firmamento reinaba, orgullosa de su victoria, la luna.
Allí las palabras no dichas no se clavaban como cristales entre las costillas, ni el miedo al fracaso reverberaba en sus oídos.
Mónica acarició la hierba, suave, fresca. Los arrullos de un pequeño búho eran los únicos que se atrevían a romper el silencio de aquel mundo mágico oculto en una gran ciudad ruidosa. No se oía el motor de los coches, ni de las motos, ni las risas de los enamorados. Los errores de los demás no destacaban sobre los de una misma, porque allí no había lugar para los errores. Ni para los aciertos.
Pequeñas mariposas fluorescentes se posaban en su cabello, pero Mónica no se inmutaba. No existía el miedo en aquella dimensión permanente, inmóvil.

Pero hay que volver a la realidad, sea lo que sea eso. Aunque sus ojos estaban abiertos, Mónica soñaba, y ningún sueño dura para siempre. Realmente no hay nada eterno, porque la vida es destrucción, cambio, desgracia, guerra. O eso decía Nietzsche. El que no es capaz de enfrentarse a la vida, a la realidad tal y como es, es un cobarde, un degenerado, y eso está bien durante un tiempo, pero tarde o temprano tenemos que enfrentarnos al mundo, a nosotros mismos, por mucho dolor que eso provoque.
Mónica había agotado su optimismo y se negaba a volver a su habitación vacía, donde el miedo la esperaba.
El miedo nace en el vientre, revienta tu estómago y luego te estrangula. Se toma su tiempo.

Mónica no sabía si era su voz la que susurraba en su mente, ni tampoco si era ella la que se miraba, ojerosa, cada mañana en el espejo.

Eres Ellen.

Pero no. Ella no era Ellen, ¿o sí? ¿Cómo saberlo? ¿Era acaso Ian el que hablaba?
Mónica ni siquiera sabía si aquel joven que había aparecido en su jardín secreto, espantando a las mariposas de luz, era realmente Ian. Se movía como él, tenía su voz y su sonrisa, pero no parecía el mismo.

La vida es destrucción, cambio, desgracia, guerra.

Con esas palabras, la paz del santuario se deshizo y Mónica sintió al miedo reptando en su interior. Miedo a él, a sus palabras, miedo al amor.
Su corazón, que dormitaba desde hacía tiempo en una pecera de cristal, se revolvió, sintiendo de nuevo un cosquilleo que lo llenó de nostalgia. Bombeó con fuerza, se estiró... y volvió a encogerse.

Tarde o temprano tendrás que decidirlo, Ellen. ¿Serás capaz de enfrentarte al mundo o serás otra degenerada más, como los santos, como los sabios, como la mayoría de la humanidad?

El miedo crece si lo ocultas, y cuanto más crece, más difícil es ocultarlo y mayor es su empeño por mostrarse. El miedo se acaba en el momento más inesperado cuando, por fin, te atreves a enfrentarte a él. El problema es que Mónica no está preparada aún.

¿Quién soy yo? ¿Qué soy para ti y cuál es mi lugar?
Tengo miedo.