"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

sábado, 2 de junio de 2012

Frozen.

Era imposible apartar la mirada de aquel pequeño corazón, que latía, bombeando silencio, en una caja de hielo. Ella cerró el puño y comparó su tamaño con el del corazón. Encajaban. Sin embargo, las cosas no estaban saliendo como esperaba; aunque el corazón conseguía latir fuera de su cuerpo, congelado y aislado del mundo, en el hueco que había dejado, junto a su pulmón izquierdo, se arremolinaban palabras y sensaciones que no deberían tener cabida allí. Sístole y diástole, sístole y diástole, ... El corazón latía con normalidad encerrado en la caja, de donde pronto saldría para volver al cálido cuerpo humano. Ella seguía dudando. Al recuperar su corazón, ¿volvería a ser todo como antes? Parecía improbable. ¿Qué era exactamente “antes”?

Mientras lo observaba ensimismada, vio cómo unas pequeñas gotas de sangre manchaban el hielo que lo protegía. A veces, aquel verano que se había empeñado en adelantarse subía la temperatura de la caja con sus sofocos y el corazón sangraba levemente. Ella tenía que darse mucha prisa en cogerlo con sus manos mientras que sus pequeños ayudantes reponían el hielo, más frío, más azul. Cuando esto sucedía, los sentimientos repudiados entraban en contacto con sus manos frías y se fundían con su piel, invalidando el complicado proyecto. Al devolver el corazón a su lecho, no se sintió aliviada, sino al contrario. Añoraba los sentimientos que la hacían ser humana y que una vez la habían definido por su vivacidad. Tenía miedo de no reconocerse en su propio corazón cuando éste volviera a alojarse en su pecho, de donde había sido sacado por razones de urgencia. En la galería, desde donde se obtenía una vista perfecta de todo el quirófano, unos ojos verdes la observaban. Eran verdes porque Shakespeare así lo dijo.

Ella no se había lavado bien las manos ni llevaba guantes, porque creía que todo protocolo era innecesario. Caminaba de aquí para allá, sintiéndose observada en todo momento. Esperaba con ansiedad el día, cada vez más cercano, en el que todo su cuerpo volvería a vibrar, recorrido por sangre nueva. Muchas veces había estado a punto de transplantárselo de nuevo, pero se había contenido de alguna manera. Vacía, así debería estar. Y, sin embargo, no lo estaba, porque simplemente no podía. Sentía tantas cosas que ni el eco de los latidos helados conseguía acallar las voces de su cabeza. Los ojos verdes siempre acechaban desde la galería. ¿Qué pasaría después? Comenzaba a hacer tanto calor que ella misma se desnudó y se hundió en una bañera llena de agua fría. El verano se presentaba incierto y, a pesar de todo, maravilloso. No tenía ni pies ni cabeza. Lo único seguro era la fecha del transplante. Lo demás estaba por ver. Para dejar de pensar en todas las salidas que podría tener aquella situación sumergió también la cabeza, inmovilizando sus ideas.

 Ni el agua fría ni el monstruo de ojos verdes conseguían engañarla. No podía dejar de pensar en Ian.

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