"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

lunes, 23 de agosto de 2010

Azul cielo


Mirase adonde mirase, allí estaba él.
Los prados infinitos y el dulce olor a hierba recién cortada no conseguían hacerme pensar en otra cosa.
Si alguien me hubiera dicho que Ian sólo fue un sueño, una parte de mí se lo hubiera creído. Era propio de mí imaginarme un mundo perfecto, donde la ley de la gravedad es quebrantable y el amor triunfa al final. Su dedo en alto, señalando las estrellas; sus ojos claros y su sonrisa franca no podían ser reales. Y, sin embargo, no podía ser un sueño, pues yo experimentaba un profundo vacío que me indicaba la falta de algo, algo esencial.
Apenas podía frenar el impulso de recorrer de una vez los kilómetros que nos separaban, para demostrar que todo era cierto.
La niebla blanca lamía los altos de las montañas, y por un momento creí que era a causa de esa neblina, que había calado en mí y emborronaba mis recuerdos.
Real o no, lo añoraba. Contaba los días para que acabasen las vacaciones de verano. Ese verano descubrí que la gente cambia, y mucho. Sobre todo aquellas personas que mejor creías conocer, incluyendo a uno mismo. ¿Habría cambiado Ian? Esperaba que no.
Era muy difícil encontrar a alguien ideal, alguien de quien no cambiarías absolutamente nada.
Lo echaba de menos… Nada conseguiría borrar la impronta de sus manos cálidas en mi cuerpo, ni el peso de sus labios en mi corazón.
Una vez le dije que había sido el único que había recorrido la senda de mi corazón, el único que había llegado al final del camino. En el instante en el que Ian llegó, sentí como la senda se borraba poco a poco, hasta desaparecer. Nadie más podría intentarlo.
Tenía un poco de miedo de no reconocerme en sus ojos, de no perderme en su voz. La distancia había hecho que me volviera más escéptica, pero no dudaba de mis sentimientos. Sólo necesitaba ver a Ian para dejar atrás mis dudas.
Sólo faltaban dos días…
Pero en fondo, lejos de la razón y el deber, no tenía miedo. Lo amaba, y de verdad. Esa parte de mí no tenía dudas de que seguiría siendo así. Mi sueño había sido siempre el de volar, y sus ojos eran los únicos que me prometían el cielo.
*
Ya he vuelto! :) gracias por vuestros comentarios y disculpad mi ausencia.

jueves, 5 de agosto de 2010

"Hoy tengo ganas de llorar"


Había días en los que la alegría, incluso la permanente, se acababa.
Días en los que me sentía sola aunque la habitación estuviera llena de gente, aunque tuviera a mi familia alrededor, sonriéndome.
Fue un día como aquellos cuando me acerqué por primera vez bajo la sombra de aquel nogal, que mi padre había plantado cuando tenía más o menos mi edad.
El árbol me miraba desde arriba, y parecía comprender la razón de mi soledad. A partir de aquel momento, me sentaba bajo el árbol cuando me sentía sola. En realidad, escapaba de una soledad para instalarme en otra, más íntima.
Aprendí a trepar por el tronco gris, con cuidado de no pisar las pequeñas hormigas que circulaban por él, de arriba abajo, de abajo a arriba.
Cuando mis fuerzas flaqueaban y me daban ganas de llorar, me gustaba cantar en voz alta, y aunque sabía que no lo hacía bien, escuchar mi voz aguda y desafinada conseguía tranquilizarme como ninguna otra cosa.

Justo enfrente del jardín se mantenía, a duras penas, la casa que había sido de mis bisabuelos. Cuando era muy pequeñita veía a mi prima Claudia, mayor que yo, trepar por la portilla metálica para llegar hasta el muro de piedra, sobre el que caminaba sin perder el equilibrio. Yo descubrí una manera más fácil: me subía al banco de piedra y trepaba hasta el muro, para luego saltar al interior.
La casa abandonada ejercía sobre mí una extraña m a g i a, y mis visitas al caserón se fueron haciendo más y más frecuentes.
Me gustaba mirar el balcón, con su barandilla de madera, y me imaginaba mil historias, episodios de una novela que nunca llegaría a ser escrita.
“Hoy tengo ganas de llorar” decía yo, y me escapaba a la casa de piedra. En aquellos tiempos creía que la casa podría estar encantada, y nunca permanecía allí cuando anochecía. Pero no tenía miedo. Era una muestra de respeto a mis antepasados, a los que no había conocido.
Las demás niñas de mi edad jugaban en la calle, y aunque a mí también me gustaba hacerlo (solía hacer extraños dibujos con tizas de colores en el suelo) prefería estar sola en mi extraña burbuja.
Creo que todo era más fácil entonces. Podía cantar en voz alta y hacer que mis miedos se desvanecieran, o trepar por el nogal gris hasta arriba del todo. A veces cogía mi pequeña bici azul y llegaba hasta el río, donde me tumbaba en la hierba junto a la corriente y cerraba los ojos. Escuchaba con atención la naturaleza. Sí, se podía decir que era diferente.
El jardín de la casa grande estaba seco, y me puse manos a la obra: regué con esmero todas las rosas y quité las malas hierbas. Enseguida mi jardín secreto se había transformado en un bello Edén.

Hoy, me entristece mirar hacia la enorme casa y leer un letrero naranja de “SE VENDE”.
Ya no trepo por el árbol ni dejo que las hormigas correteen por mis dedos. Hace tiempo que dejé de regar el jardín.
Me gustaría volver a escuchar las voces del bosque y la historia de su pasado, pero por más que lo intento, las voces callan. Aquella niña era la única capaz de hacerlo, pero ya no está.
Huyó una de las tantas noches que se sentaba sola en su balcón, enamorándose de la luna llena, mientras se aferraba a la vieja manta de cuadros de su abuelo. Huyó porque de repente todo cambió, y éste no era sitio para ella. Huyó para no volver.

Hoy, tengo ganas de llorar. Hoy echo de menos ser aquella niña.


Gracias por todos vuestros comentarios :) este fin de semana me marcho a la casa del jardín, y estaré fuera un par de semanas. Intentaré escribir y seguir publicando en ese tiempo. Gracias por vuestra paciencia. Un beso.


lunes, 2 de agosto de 2010

Mikel

Cambié de canción. Busqué alguna que encajara con el ambiente: mucha gente, el calor asfixiante de Madrid y el asiento incómodo del autobús número 9; no la encontré.
El autobús giró y al llegar a mi parada, me bajé sin mirar a nadie. Después de todo el día en la oficia no podía más, y las sandalias nuevas que me había regalado mi hermana por mi cumpleaños me estaban destrozando los talones.
Mi iPod cambió bruscamente de pista y mi pulso se aceleró. ¿No había borrado aquella canción? Del susto se me habían caído las llaves de casa al suelo. Me agaché con cuidado para recogerlas, pero otra mano se adelantó a las mías.
Lo miré a los ojos y ahogué un grito. Mikel. Dejó mis llaves en mi mano y se marchó, despidiéndose de mí con una sonrisa y un movimiento de su mano derecha. Mikel.
Mikel siguió caminando calle arriba, sin volver la vista atrás. Me sorprendí al ver que yo le seguía, en silencio. Recogí un mechón rubio tras mi oreja y me mordí el labio inferior.
¿Acaso él no se acordaba de mí? ¿No me echaba ni un poquito de menos? Yo añoraba cada minuto juntos, su pelo oscuro y rizado, que le daba un aire desaliñado y hippie. Añoraba su perilla y su silueta alta y delgada. Sus manías, sus locuras, su amor por el cine…
Seguía caminando igual, balanceando los brazos y moviendo la cabeza al ritmo de una extraña melodía que sólo él conocía. En los ocho años que estuvimos juntos no pude descifrar su composición.
Recordé su comportamiento conmigo, y algo se removió en mi interior. ¿Habría actuado así a propósito? ¿Se sentiría incómodo? No, de eso nada. No iba a dejarme así. Yo seguía siendo tan cabezota como siempre, así que apagué la música y corrí hasta él.

-Mikel.
-¿Sí?
-¿Podríamos quedar esta noche para cenar?
Sus ojos marrones brillaron un momento: era obvio que me había reconocido. Se llevó la mano a la barbilla y caviló unos instantes.
-Vale. ¿En tu casa? Yo llevo el vino. Prepárate para una buena sesión de cine.

Suspiré, aliviada. Abrí la boca para preguntarle qué quería cenar, pero él ya había echado a andar. Sonreí al ver que llevaba sus míticos pantalones anchos y su camiseta ajustada. No había ningún problema, conocía su plato favorito.
De camino a casa me arrepentí de haber acabado con nuestra relación. Estábamos hechos el uno para el otro. Yo ya había cumplido los treinta y tres, no era ninguna adolescente. ¿Quién me querría ahora? Mikel me entendía, me quería y… estaba deliciosamente loco.

No, definitivamente no, lo nuestro no podía ser. Estaba demasiado loco.