"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Keith.



Las sábanas de seda me pedían a gritos que me quedara, que permaneciera en aquel sueño aparentemente bello, que no era más que una mentira.
Cubriéndome sólo con una bata final y azul, bordada con el nombre del hotel, me acerqué al pequeño balcón de mármol, como todas las noches en las que fingía ser otra persona. Ladeé la cabeza y la apoyé en la pared, fría como mis sentimientos hacia Keith.
La enorme ciudad intentaba conciliar el sueño más abajo, pero el continuo tráfico y las luces de oro se lo impedían. Miré a mi alrededor, abarcando todo lo que tenía, todo lo que cualquier mujer necesitaría para ser feliz. Sin embargo, la felicidad era una leyenda urbana en la que yo había dejado de creer para siempre.
Me giré y observé al hombre que dormía en la cama de sábanas blancas. Sus brazos fuertes abrazaban la almohada, y sus largas pestañas parecían cubrir la salida de sus sueños, impidiendo su huida al exterior. Yo sabía que sus ojos oscuros me observaban, y que él sólo fingía dormir. Conocía mi costumbre de mirar al horizonte durante cincuenta y tres minutos, cada noche de amor que compartíamos. Cuando llegaba el momento de dormir dulcemente en sus brazos, como la supuesta mujer enamorada que era, nuestro ritual era otro; no había caricias en la espalda ni un “Buenas noches” rebosante de amor. Él bostezaba y se apartaba de mí, dejándome el espacio que mis ojos le pedían en silencio, el que necesitaba para recapacitar. Cuando Keith fingía dormir, cerrando los ojos y respirando suavemente, yo me incorporaba y me acercaba a la ventana. Él no podía dejar de preguntarse qué era lo que hacía mal, y mientras desayunábamos, cada mañana en una ciudad diferente, ahogaba su mirada cansada en su café solo con una cucharada y media de azúcar, que yo preparaba antes de que se levantara. Pero no se atrevía a preguntarme sobre mi extraño comportamiento.
Desde que me descubrió sentada en el alféizar de la ventana de su piso en Nueva York, desnuda y llorando en silencio, él también había enmudecido. Solía preguntarme si le quería, a lo que yo respondía con un sí mal disfrazado.
Aun así, él me quería, y seguía a mi lado, creyendo que, si seguíamos adelante, aparentando que todo iba bien, yo cambiaría y llegaría a quererlo de verdad.
Aquella noche fue diferente. Keith se levantó silenciosamente y fijó sus ojos en mi espalda torcida, intentando traspasar mi carne y mis huesos, intentando llegar a mi corazón, que después de casi dos años seguía acordonado.
Yo tenía los ojos abiertos, pero no veía nada; toda mi energía se empleaba en recordar con intensidad el pasado que yo olvidaba durante el día. Poco a poco el recuerdo de Jesús dolía menos, no porque hubiera perdido intensidad, sino porque, después de mucho tiempo, había perdido la sensibilidad, y mis labios no sabían besar con cariño nada más que al viento, muy de vez en cuando.
Keith no entendía por qué me palpaba con insistencia mis propios brazos, y yo no sabía explicarle que intentaba sentir algo, un roce, un cosquilleo, una señal que indicara que no había perdido el sentido del tacto.
Faltaban tres minutos para que yo volviera a mi cama tras haber desahogado mi alma y mi mente durante los cincuenta restantes. No lloraba, ni susurraba palabras incomprensibles: no había nudos en mi garganta. Simplemente me permitía pensar en él durante menos de una hora, cincuenta y tres minutos, el tiempo que había tardado en comprender que Jesús no se iría de mí nunca.
Faltaban tres minutos para olvidar de nuevo otra vez y volver a la cama con Keith, dispuesta a fingir un día más, puesto que era el único camino que podía seguir para no morir del todo; cuando se acercó y me abrazó, pasando sus brazos por mis hombros.
No necesité girarme para saber que estaba llorando; sus lágrimas recorrían mi cuello y mojaban mi pelo enredado. Su aliento olía a los escasos besos que lograba robarme, un olor que encogía mi estómago y me hacía sentir culpable.
Desde el momento en que me miró, dejó ver sus sentimientos como un estanque claro y límpido y, fueron muchas las veces que me negué a quedar con él, las veces que huí de una ciudad para no verle y las que nos encontramos en mis misteriosos destinos, escogidos al azar. Finalmente, lo consiguió. ¿Qué más daba un corazón roto más? Él no se daba por vencido, y su mente se obcecaba en ser optimista, cosa que envenenaba mi sentimiento de culpabilidad, pero yo estaba segura de una cosa: me iría en cuanto me lo pidiera.
Yo no era suya, y Keith lo sabía. Yo era una mota más de polvo, un grano de arena en una playa de sueños sin cumplir, una ola en su incesante ir y venir, que no se pregunta por el mañana. No tenía metas.
Keith desistió y volvió a la cama, desde la que me observó como a un precioso sueño del que acabas de despertar: lejana, irreal, dolorosa.
Mentiría si dijera que no sentía nada por él. Sin embargo, no era amor, sino gratitud y seguridad, pues era él quien me había salvado, quien había abrazado a la rosa llena de espinas en la que me había convertido, a sabiendas de que esas espinas seguían creciendo cada día, incrustándose en su piel morena.