"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

miércoles, 11 de abril de 2012

We carry on.


Las palabras se escabullían por debajo de la puerta. Las luces se apagaron tras una orden silenciosa y la música enmudeció lentamente a medida que los ojos de Mónica se cerraban.
Intentó concentrarse para huir a su lugar favorito, recién descubierto en las sinuosas calles del barrio más mágico de Roma.


En un pequeño jardín, Mónica respiraba el aire nocturno, tumbada en el suelo, mirando hacia el cielo. No había una sola estrella, todas habían caído a la Tierra y en el firmamento reinaba, orgullosa de su victoria, la luna.
Allí las palabras no dichas no se clavaban como cristales entre las costillas, ni el miedo al fracaso reverberaba en sus oídos.
Mónica acarició la hierba, suave, fresca. Los arrullos de un pequeño búho eran los únicos que se atrevían a romper el silencio de aquel mundo mágico oculto en una gran ciudad ruidosa. No se oía el motor de los coches, ni de las motos, ni las risas de los enamorados. Los errores de los demás no destacaban sobre los de una misma, porque allí no había lugar para los errores. Ni para los aciertos.
Pequeñas mariposas fluorescentes se posaban en su cabello, pero Mónica no se inmutaba. No existía el miedo en aquella dimensión permanente, inmóvil.

Pero hay que volver a la realidad, sea lo que sea eso. Aunque sus ojos estaban abiertos, Mónica soñaba, y ningún sueño dura para siempre. Realmente no hay nada eterno, porque la vida es destrucción, cambio, desgracia, guerra. O eso decía Nietzsche. El que no es capaz de enfrentarse a la vida, a la realidad tal y como es, es un cobarde, un degenerado, y eso está bien durante un tiempo, pero tarde o temprano tenemos que enfrentarnos al mundo, a nosotros mismos, por mucho dolor que eso provoque.
Mónica había agotado su optimismo y se negaba a volver a su habitación vacía, donde el miedo la esperaba.
El miedo nace en el vientre, revienta tu estómago y luego te estrangula. Se toma su tiempo.

Mónica no sabía si era su voz la que susurraba en su mente, ni tampoco si era ella la que se miraba, ojerosa, cada mañana en el espejo.

Eres Ellen.

Pero no. Ella no era Ellen, ¿o sí? ¿Cómo saberlo? ¿Era acaso Ian el que hablaba?
Mónica ni siquiera sabía si aquel joven que había aparecido en su jardín secreto, espantando a las mariposas de luz, era realmente Ian. Se movía como él, tenía su voz y su sonrisa, pero no parecía el mismo.

La vida es destrucción, cambio, desgracia, guerra.

Con esas palabras, la paz del santuario se deshizo y Mónica sintió al miedo reptando en su interior. Miedo a él, a sus palabras, miedo al amor.
Su corazón, que dormitaba desde hacía tiempo en una pecera de cristal, se revolvió, sintiendo de nuevo un cosquilleo que lo llenó de nostalgia. Bombeó con fuerza, se estiró... y volvió a encogerse.

Tarde o temprano tendrás que decidirlo, Ellen. ¿Serás capaz de enfrentarte al mundo o serás otra degenerada más, como los santos, como los sabios, como la mayoría de la humanidad?

El miedo crece si lo ocultas, y cuanto más crece, más difícil es ocultarlo y mayor es su empeño por mostrarse. El miedo se acaba en el momento más inesperado cuando, por fin, te atreves a enfrentarte a él. El problema es que Mónica no está preparada aún.

¿Quién soy yo? ¿Qué soy para ti y cuál es mi lugar?
Tengo miedo.