"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Yo también te echo de menos, Liss

Ahora entiendo a Liss cuando intenta explicar lo difícil que es hablar la una de la otra. ¿Cómo describirla? Me he sentado frente a una hoja de papel en blanco con la mente a rebosar de ideas, y nada más empuñar el bolígrafo, han echado a volar. Empezaré por lo mucho que la echo de menos. Echo de menos sus ricitos castaños, su sonrisa, y su forma de caminar. La echo de menos porque me encanta estar con ella, es así de simple.
¿Que por qué me encanta estar ella? Porque nos parecemos demasiado. Es increíble lo mucho que tenemos en común. Y sin embargo, son nuestras diferencias las que más nos unen. Ella nunca deja de apoyarme y me ayuda en mi camino, haciéndome razonar cuando me dejo llevar por mi cabecita loca; y es esa locura mía la que le hace cosquillas, la que hace que se ría a carcajadas hasta olvidarse de todo lo malo. Yo he crecido entre gente sencilla, cercana y supersticiosa, y en ella quedan huellas de la gran ciudad. Pero eso no importa cuando estamos juntas. Soy muy afortunada de que una misma tierra nos una, una tierra de color verde, un verde que roza el surrealismo. Qué suerte que nos conociéramos. ¿Se habrá parado a pensar en eso? Nos unieron las malas compañías, la mala vida. Y aquí estamos, viendo cómo aquellas que jugaron un papel tan importante en nuestras vidas se corrompen a sí mismas. Pero nosotras somos más inteligentes que eso. Preferimos inventar historias, fotografiar el bosque o hablar durante horas. Su imaginación y la mía encajan, pues tienen un origen común. Son dos mitades de una misma cosa, las dos caras de una moneda.
Ella es esa persona que se fija en las cosas pequeñas y que parecen insignificantes a la vista de cualquiera. Es capaz de crear un arcoíris de palabras dulces, con pequeñas nubes de algodón como resultado de sus sentimientos, blancos y puros.
Puede hacer que el mundo parezca un lugar ideal, aunque ambas sabemos que no siempre es así. Ojalá no tenga que volver a verla llorar lágrimas amargas nunca más. No, prohibido, Liss. Sólo lágrimas dulces, como su pelo y sus mejillas morenas.
Ella es diferente a los demás, y lo sabe. A veces piensa que ser diferente es malo, pero es todo lo contrario. Liss es inteligente, original. Me gusta quedarme sin palabras cuando ella explica algo, porque siempre aprendo algo a su lado.
Quiero recorrer los kilómetros que nos separan, y mirarla a los ojos, asomarme a su alma. Quiero convencerme a mí misma de algo que yo sé, cogerla de la mano y mirar juntas al cielo, a las estrellas, buscando con paciencia el lugar al que pertenecimos hace tiempo. Porque sé que, al alzar la vista, las dos vemos lo mismo, y nos sentimos igual.
Recuerdo que alguien me dijo una vez: “te imagino en un acantilado del norte, rodeada de naturaleza, escribiendo en un cuaderno, mientras el viento intenta arrancarte las páginas de la mano y sacarte a bailar.” Yo también la veo así, como una musa del arte de escribir, y nos veo juntas dentro de mucho tiempo, mayores, más maduras, pero unidas por la misma amistad.
Tengo muchas ganas de volver a verla, de narrarle el poema épico en el que se ha convertido mi vida durante estos últimos meses. Tengo ganas de compartir tardes y tardes con ella, viajando a otros lugares y conociendo culturas diferentes a la nuestra, fascinantes.
Gracias por entenderme siempre, por apoyarme aunque a veces no tenga razón, por sonreír con cariño cuando hablo sin pensar, mostrándome en tus ojos castaños que siempre estarás ahí. Gracias por crear bellas palabras, por hacer que yo misma forme parte de ellas.
Lo he intentado, Liss, pero te prometo que algún día lo mejoraré.

martes, 23 de noviembre de 2010

Copenhague


Necesito un pequeño respiro. No puedo más… Sí, hemos vuelto a discutir, otra vez. Me he dado cuenta de que hablamos idiomas totalmente diferentes. Mikel no consigue entenderme, y aunque él diga que lo intenta, no termino de creérmelo. Pero eso no es todo: mi jefe está más insoportable que nunca, mis compañeros flaquean y el trabajo se acumula. Vuelvo de la oficina con la esperanza de descansar un poco y me encuentro con esto.
¿Será capaz algún día de abrir la mente, de no ser tan cuadriculado? Ahora está en el balcón, fumándose un cigarrillo, y eso que él no fuma. Dice que no lo estoy apoyando, que no lo ayudo a buscar trabajo, y eso que estoy haciendo todo lo que puedo. ¿Qué espera, siendo guionista? Últimamente ni siquiera se sienta a escribir. Es un vago y un egoísta. Ahora empiezo a preguntarme si hice bien al precipitarme tanto, al empezar a vivir juntos. La convivencia es difícil, muy difícil.

Releo aquella página del diario de Sarah que me llevó a tomar la decisión… decisión de la que no he tardado en arrepentirme. Si lo he hecho ha sido porque realmente la quiero, porque no quiero agobiarla y nuestra relación empeoraba por momentos. No ha sido sólo eso lo que me ha llevado a hacerlo. Esta mañana me levanté temprano y fui a correr al Retiro, como cada viernes. Antes de salir, miré a Sarah, que dormía a pierna suelta sobre la colcha de su color favorito. Apretaba el entrecejo, poniendo la misma cara que se dibujaba en ella cuando discutíamos y me miraba con los ojos cerrados, escéptica. Llevamos siete años de relación y la conozco a la perfección: sé que no le gustan mucho las tonterías, y que se toma las cosas importantes en serio. Es inteligente y alegre, pero tenaz cuando algo se introduce en su mente. Es casi imposible hacer que cambie de opinión. Pero no quiero ser la causa de que su sonrisa desaparezca. La llamé desde el parque, para ver si estaba despierta.
Cuando volví al piso que compartíamos había tomado una decisión. Abrí la puerta y la encontré escribiendo, mientras desayunaba una tostada. Ella no sabía que yo había encontrado su diario, y cerró el cuaderno con disimulo.
Me costó tanto decírselo… esta mañana su melena rubia resplandecía, y aunque su cara denotaba cansancio, estaba preciosa. Sonreía con impaciencia. Se lo dije. ¿Debí hacerlo? Sus ojos marrones se cerraron de golpe, protegiendo el interior del dolor que mi voz producía en su corazón de treinta años.
Me parece increíble que todo eso haya pasado sólo hace unas horas. Sus gritos resuenan en mis oídos. Cuando Sarah se enfada… da mucho miedo, al menos, para la mayoría de la gente. A mí me encanta su carácter fuerte, tan diferente del mío. He venido con intención de hablar con ella, pedirle perdón y hacerle ver que quizá me precipité. Son las siete de la tarde, así que no tardará en volver. Me siento en el sofá y repaso nuestra colección de películas. Tenemos tanto en común…
Mis pensamientos se ven interrumpidos por el teléfono.

-¡Bea! ¡Bea, abre la puerta!
Miro impaciente el reloj, al mismo tiempo que Bea, la íntima amiga de Sarah, abre la puerta blanca de su pequeño piso.
-Mikel.
Parece cansada.
-¿Dónde está Sarah? Su jefe ha llamado enfadado, esta tarde no ha ido a trabajar. He pensado que estaría aquí, contigo.
Hay súplica en mis ojos y miedo en mis manos delgadas, que se retuercen.
-No está aquí. Se ha ido, Mikel. Su avión sale esta noche, creo que a las diez en punto. Estaba hecha polvo…
-¿Avión? ¿Adónde va?
-A Copenhague.
Salgo corriendo, sin dejar que termine de hablar, aunque alcanzo a oír algo más.
-No debiste precipitarte.

Vuelvo de nuevo a nuestro piso, y cojo mi cartera, con la esperanza de que haya suficiente dinero. Ni siquiera me he llevado mis cosas al piso de mi hermano Javi, donde viviré mientras dure esta pesadilla.
Cuando me detengo en la sala de estar para tomar aliento, descubro algo que había pasado por alto: el diario de Sarah, abierto por la última página escrita. La fecha garabateada indica que es de hoy.

Esta mañana me he despertado temprano. Mikel se ha ido a correr al parque, así que he llevado a cabo mi plan antes de que vuelva. He releído las páginas anteriores, y me he decepcionado al comprobar hasta qué punto puedo llegar a decir tonterías cuando me enfado. Quiero arreglar esto, y estoy segura de que podré hacerlo. He comprado por internet dos billetes de avión para este fin de semana: voy a llevar a Mikel al festival de cine de Copenhague. He conseguido un hotel que está bastante bien de precio. En cuanto vuelva, le daré la sorpresa… Un momento, me llaman al móvil.
Era Mikel, quería asegurarse de que estaba despierta: quiere hablar conmigo. Seguro que ha reflexionado sobre todo esto, como yo, y se ha dado cuenta de que es una tontería discutir tanto. Últimamente ha sacado mucho el tema de tomarnos “un tiempo”, pero me he negado rotundamente, ésa no es una opción. No necesito tiempo para nada, lo tengo todo claro. Quiero a Mikel, más que a nadie, así que vamos a arreglarlo. Oigo el tintineo de sus llaves. Acaba de llegar.

Miro el reloj: son las nueve y cuarto. Necesito llegar a tiempo al aeropuerto.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Vientos del norte


Como cada noche, se despidió de su familia con un beso y subió a su habitación. Se puso el pijama, cerró la puerta y encendió la pequeña lámpara. Caminando con cuidado, pues el suelo de madera se quejaba por los años, cogió una vieja manta de cuadros y abrió la puerta que daba al pequeño balcón.
Sus abuelos ya estaban acostados, y su tía estaría leyendo. Pero si sus padres se enteraban de que estaba allí fuera, con el frío que hacía, se enfadarían y se lo prohibirían. Quizá era eso, el secretismo con el que llevaba a cabo aquel acto cada noche, lo que le gustaba tanto.
Se sentó en el suelo de baldosas pequeñas y desgastadas, y se envolvió en la manta. Le encantaba permanecer un rato allí antes de volver a la calidez de su cuarto para dormir.
Era invierno, y hacía mucho frío. Las ramas de los árboles desnudos se balanceaban y susurraban una nana a la niña, que cerraba los ojos y dejaba que el aire frío besara su cara, sonrojando sus mejillas. En el pueblo había muy pocas luces encendidas, y todo estaba en silencio, un silencio tranquilizador que sólo se veía interrumpido muy de vez en cuando, por el rugir del motor de un coche solitario o por el ladrido de un perro inquieto.
Si miraba tras ella, veía la luz anaranjada de su habitación, y el sueño la invitaba a tumbarse sobre el mullido colchón de su cama, pero la niña se quedaba fuera un rato más, para que el frío del norte curara e insensibilizara su pequeño corazón de aprendiz.
Cuando se sentía más optimista, se apoyaba en la barandilla y se imaginaba que un príncipe la esperaba abajo, entre los árboles que plantó su abuelo, montado en su caballo, negro como la noche. Cantaba melodías inventadas por ella, muchas veces sin sentido, pero aquellas canciones hacían más acogedora la oscuridad y mitigaban el dolor. Si se sentía inspirada por las musas del bosque, bailaba por el pequeño balcón, olvidándose por completo de sus pies descalzos.
Pero cuando las musas dormían, simplemente permanecía sentada, mirando fijamente la luna, suplicándole que bajara a por ella, que la llevara lejos, muy lejos, al frondoso y conflictivo mundo de los sueños. Pero la luna permanecía colgada del cielo, observándola en silencio, sin hacer realidad su deseo.
Aquella noche, la niña no sonreía, aunque había luna llena y se podían apreciar los enormes ojos y la sonrisa del astro de plata, la reina de la noche; cosa que le fascinaba.
Olía a viento, a viento frío, y a la música de su grupo favorito: gaita triste y voz ronca; pero aun así, seguía sin sonreír. Me acerqué un poco más y me fijé en sus iris grandes del color del chocolate.
Por primera vez no había lágrimas en los ojos, lágrimas de soñadora, sólo un vacío inquietante, preñado de oscuridad.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Lo mejor para mí.


Mi hermana se asomaba con cautela a la taza de café que tenía entre las manos, pero su voz queda no era dulce, no sabía a capuccino, sino a incomprensión.
Yo notaba cómo las lágrimas que durante tanto tiempo se habían ido acumulando tras mis ojos, produciéndome dolor de cabeza, corrían hacia delante, buscando la salida de emergencia.
Miré fijamente mi plato de comida, aún intacto, y me esforcé en retenerlas. Ella seguramente ya se habría dado cuenta de mis ojos vidriosos, pero afortunadamente no me miraba, y yo no sabía si por miedo a leer la vergüenza en mis ojos o porque era ella la que se sentía avergonzada.
Tomé mi vaso de agua y bebí, con labios temblorosos. Pero no funcionó: el nudo en mi garganta no se deshizo, pues yo sabía que no lo haría hasta que mis lágrimas saltaran al vacío y murieran en mi barbilla. Era imposible dar marcha atrás: tenía que aflojar la presión y dejar que fluyeran.

-¿Me entiendes, Amelie?

Cuando por fin se giró hacia mí y me vio (yo no podía verla porque tenía los ojos anegados de lágrimas) se asustó muchísimo.

-¿Qué te pasa? ¡No llores!

Esas palabras fueron totalmente contraproducentes, pues hicieron que llorara aún más.
Me tapé la cara con las dos manos mientras mi cara se inundaba por momentos, y fue entonces cuando hizo la pregunta que me dejaba sin palabras:

-¿Por qué lloras?

Como yo no respondía, siguió hablando, agobiada:

-Tranquila, tonta. ¿Crees que con la confianza que hay entre nosotras puedes ponerte a llorar así? - me acarició el brazo con su mano libre.- ¿Seguro que no pasa nada más?

Yo negué con la cabeza, y decía la verdad. Pero no podía hablar. Parecía que mi cabeza iba a explotar del todo y me temblaba todo el cuerpo.
Me daban ganas de huir de todo, de huir de la realidad, huir hasta mi infancia, mi niñez perdida, cuando todo era más fácil y las lágrimas no escocían. Quería conocerme a mí misma lo suficiente como para saber… Un momento. ¿Para saber qué? ¿Acaso ella y yo no éramos personas diferentes, completamente diferentes? Mi hermana mayor, más madura, buscaba lo mejor para mí, pero ella no pasó por lo que yo estaba pasando. Ella siempre tuvo un gran grupo de amigos, personas que compartían sus intereses y que tenían un punto de vista similar.
Definitivamente no podía ser igual. Las circunstancias a veces hacen que vivas la vida más deprisa, que te olvides del momento adecuado.
Cuando conseguí calmarme, restos de sal brillaban cerca de mis ojos enrojecidos.
Nos sentamos juntas en el sofá y volví a llorar como una niña pequeña. Al fin y al cabo yo no era más que una chiquilla perdida, que buscaba hacer lo correcto y no se daba cuenta de que lo que lo es para unos, deja de serlo para otros. Mi hermana y yo, dos mundos totalmente diferentes que se miraban a la cara por primera vez en mucho tiempo.
En la televisión apareció el que fue mi cantante favorito cuando era pequeña. A mi hermana seguía encantándole, pero me sorprendí a mí misma cuando me pareció entrever un rastro de chulería en su sonrisa de chico guapo. Ya no escuchaba su música, ni miraba sus pósters. Incluso me caía regular. Para mí no era más que un popero, pero aun así yo guardaba alguna de sus canciones, porque despertaban en mi memoria recuerdos que protagonizábamos mi hermana y yo, cantando en la cocina. Otra diferencia más que nos situaba a miles de años luz.
Y sin embargo, me sentía protegida, cerca, no podía dejar de pensar que mi hermana tenía gran parte de razón, pues ella sólo buscaba lo mejor para mí. Pero, ¿cómo aprender a elegir?
Ella mismo me había dicho “Yo no puedo decidir por ti, cariño. Tendrás que equivocarte como hemos hecho todos. Sólo te aconsejo. Hazme un poquito de caso.”
Pero yo sabía que no era tan fácil, que los obstáculos no cambiarían de lugar y que me quedaba enfrentarme a alguien más importante.
El tiempo corría demasiado rápido para mí, me estrangulaba.