"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

lunes, 10 de enero de 2011

Iván.

Mamá nos despidió en la puerta, y me inquietó lo apagada que encontré su mirada, aún más que de costumbre, y lo arrugadas y pequeñas que parecían sus manos.
Comprobé que Iván estaba bien abrigado y agarré su mano diminuta, que temblaba.
Era sábado, día en el que mercaderes y juglares se reunían en la plaza del pueblo, y desde nuestra casita, alejada del bullicio, se respiraban aromas que sugerían suculentas comidas que nunca probaríamos y melodías impacientes que me ponían nerviosa.
Acostumbrada al silencio, el pueblo me asustaba, así que aceleré el paso y me dispuse a terminarlo todo lo antes posible. Ese día compraríamos menos alimentos que de costumbre, porque habíamos reservado gran parte de nuestro escaso dinero a la enfermedad de mi hermano Iván.
El pequeño caminaba a mi lado, ajeno a todo, con la cabeza gacha. Sonreía muy poco, sólo cuando veía un pájaro o una mariposa, y buscaba algo en el cielo, con añoranza. Mi abuela decía que era un ángel al que le habían cortado las alas al nacer, haciendo imposible que algún día pudiera ver cumplido su sueño: volar lejos de la tristeza y del color sepia de nuestro mundo.
Últimamente la fiebre le subía cada noche, y se despertaba llorando, entre pesadillas de ceniza. Sudaba copiosamente, y los paños húmedos no surtían efecto, por lo que mamá decidió pedir ayuda a una anciana del pueblo, que hablaba con los espíritus y éstos la ayudaban a curar todo tipo de males, que los mortales desconocíamos.
No pronunciamos ni una palabra hasta llegar a la taberna, a la entrada del pueblo, donde los hombres bebían y cuchicheaban, supersticiosos.

-¿Estás cansado, Iván?

No contestó, sino que alzó la vista y la dejó caer en el cielo marrón, que oscurecía por momentos.
Llegamos al primer puesto, el de las verduras, y, de repente, todo comenzó a ir mal. Había un hombre enorme bajo las telas raídas del puesto, y sus ojos negros nos miraron con asco. Señaló a Iván con el dedo, y se acercó a nosotros, amenazador, mientras un fuerte viento de origen desconocido arrojaba a la gente al suelo, nublando su vista y su razón.

-Tú…

Ese hombre me asustó aún más que los juglares y sus miradas, que activaban un tambor en mi pecho. Sin saber lo que hacía, cogí a Iván de la mano y corrí hasta la casita más próxima, que era, casualmente, la de la anciana bruja.
La mujer dormía sobre un camastro. A Iván le costaba mucho respirar, así que me acerqué a ella.

-Disculpe…

Sus ojos arrugados se abrieron de golpe y sus enorme uñas sucias se hundieron en mi pelo despeinado y lleno de polvo.

-¿Quiénes sois y qué hacéis aquí?- chilló.

Nuestra abuela siempre nos previno, y nos repitió muchas veces que no debíamos decir nuestro nombre a desconocidos, pues había brujas que, sabiendo el secreto de tu nombre, entregaban tu alma al diablo. Sólo tu nombre; no necesitaban nada más.

-Mi hermano está enfermo… Usted… Mi madre me dijo que nos ayudaría.

-Inocentes criaturas… ¿O s l o h a b é i s c r e í d o ?

Con esas palabras me atrapó en su mirada, y caí en picado hasta visualizar el mismísimo infierno.
Empujé a Iván fuera de la casa, donde la lluvia caía con fuerza. El pueblo estaba vacío.
El hombre de los ojos negros apareció detrás de mí, y nos alejó entre el ruido, por lo que no pudimos oír la risa de la bruja, que apareció, empapada, junto a nosotros, y mordió a Iván en los labios.
Mi hermano pequeño se sujetaba el pecho y escupía sangre, que resbalaba hasta su ropa desgastada, y manchaba la tierra que nos había visto nacer. Se estaba muriendo, yo lo sabía. Intenté correr hacia él, pero el hombre me había inmovilizado. Lloré de impotencia en los enormes brazos poblados de vello, y mi mente revivió el infierno acre de aquellos ojos endemoniados, imagen que se interpuso sobre la de mi hermano de cuatro años, que cayó de rodillas. El comerciante me soltó, y corrió hacia mi hermano.
Olvidé la advertencia de mi abuela, y grité el nombre que nunca había pronunciado fuera de la habitación que compartíamos, el nombre que sólo había pronunciado de noche, en su diminuto oído. Mi grito rasgó el aire, y secó la lluvia.

-¡Iván!

El viento se detuvo, su sangre no volvió a coagularse. Una serpiente de luz cayó sobre mi hermano… se lo llevó.
Mis lágrimas ardían. Si mi hermano estaba en el infierno… yo iría a buscarlo.

8 comentarios:

  1. Echaba de menos que escribieras cosas de este estilo :) Me he alegrado mucho al leerte.
    Un abrazo.
    Un beso más dulce que mi pena

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  2. buf, me ha puesto la carne de gallina. .

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  3. Siento repetir el comentario de Marina, pero es que es justo lo que pensé después de leer tu historia: yo también iría:)
    Un beso:) y muchas gracias por tu comentario:)

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  4. O.O
    Madre mía! Euforia, te has supersuperado (suena fatal, pero es verdad). No he podido evitar identificarme con la protagonista e identificar a mi hermano con Iván. Yo me iría hasta donde hiciese falta para salvar a mi hermano...
    ¿Continuarás?
    Espero que sí.
    Besos^^

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  5. Agh! yo siempre llego tarde.

    Para coincidir con el comentario de todos. Con ese perfecto broche final
    "Yo también iría a buscarlo"
    Precioso amiga.
    Te dejo mi abrazo y cariño de siempre
    Mar

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  6. Wow, un texto extraño, incluso escalofriante, pero muy bien escrito :)
    Espero que si continuas la historia saques a tus personajes de ahí, se me ocurren pocos mundos peores que uno color sepia.

    un beso

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  7. Yo también te sigo... Gracias por compartir. Un beso

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Empaña las paredes de mi palacio con tu voz, y escribe en el cristal tu nombre :)