"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

sábado, 30 de abril de 2011

Pétalos negros

Ángel retrocedió en la oscuridad hasta que su espalda rozó la columna morada, donde se recostó. Desde allí observó el pequeño bar, la gente, las botellas de colores que adornaban una de las paredes.
“¿Qué hago aquí?”

A veces, lo prohibido nos arrastra a su dulce guarida, utilizando promesas que arañan y satisfacen. Lo malo llama a lo bueno para fundirse en silencio, sin que nadie se inmute, y así ha sido siempre. Los extremos se unen. La inocencia se tiñe de sangre.

No sabía exactamente la razón que lo había llevado hasta allí, pero, fuera cual fuera, no había sido lo demasiado fuerte como para conseguir que se quedara mucho tiempo entre aquellos jóvenes que, viciados al vicio, pecaban cada noche.
Se dispuso a irse, pero, de repente, la puerta del bar se abrió, dando paso a una multitud encabezada por una chica morena, con enormes ojos cambiantes, que parecían desafiar a todo aquél que se parara a mirarla.
Ángel se dirigió a la barra, guiado por un impulso, y respiró hondo.

-Me llaman Rosa.
Él se giró, y se encogió de miedo al descubrir a la hermosa chica sentada en un taburete, junto a él. Irradiaba una fuerza poco acorde a su figura esbelta y delicada.
La expectación que había causado al principio parecía haberse debido a una fantasía de Ángel, pues ahora nadie reparaba en ella.

-Ángel.
Rosa rió con fuerza, sacudiendo su cabello largo y desordenado.

-Será divertido.
Ángel no comprendía nada, pero los ojos marrones de Rosa le gritaban, pidiendo atención.
Sin avisar, la chica se levantó y tomó la mano de Ángel consigo. Lo arrastró a la tarima de madera y comenzó a bailar, moviendo su cuerpo, despacio. Llevaba un vestido corto, negro, que la camuflaba en el local oscuro, y llevaba una cinta de cuero al cuello, de la que colgaba un símbolo plateado y extraño.
Instintivamente, Ángel se llevó la mano a su propio cuello, del que colgaba una desgastada cruz de madera, que representaba su fe.
Rosa fingió no darse cuenta, y siguió bailando, como en una especie de ritual, girando alrededor de Ángel, desconcertándolo.
Se acercó súbitamente y lamió su cuello, impregnando su piel blanca de olor a almizcle. Rosa cerró los ojos, revolvió sus cabellos con las manos, y dejó escapar un suspiro, suspiro que Ángel no pudo escuchar debido a la música, pero que sintió con total nitidez en el pecho, demasiado cerca de su corazón.
Cuando ella abrió los ojos, su color había cambiado.

-Juraría que tus ojos eran marrones…

-Eso depende de la luz, angelito.
Ángel sintió un escalofrío y retrocedió un par de pasos, pero Rosa llevó sus manos temblorosas al vestido ajustado, a su cintura. Intentó liberarse de su abrazo, pero sus manos estaban adheridas a su ropa, y su nariz pecosa jugueteaba ya con su cuello oscuro.
Los ojos de Rosa se teñían de esmeralda a medida que sus labios se acercaban… Pero el beso no llegó.

Ángel, aterrorizado, la soltó con violencia y salió corriendo del bar. Nadie se dio cuenta, excepto Rosa, que sonreía.
Se detuvo en la calle contigua al bar, y apretó con fuerza la cruz que le protegía.
Rosa no tardó en aparecer a su lado, donde se detuvo. Él enmudeció al ver las pequeñas espinas negras que salpicaban la piel de aquella flor salvaje.

-¿Quién eres?- jadeó.
-Una flor marchita que florece de noche, al beber de la oscuridad los silencios que necesita. Tú luz me haces más fuerte, me completas. Sólo eres otra mitad. Necesitas a alguien como yo para poder ser un verdadero hombre.
Ángel no entendía nada. Rosa seguía mirándole, agresiva y provocadora.



-¿Qué quieres de mí?
Rosa rió entre dientes, ocultando su boca con la mano.
-Te quiero a ti.
Se inclinó sobre él, que se encontraba asqueado y maravillado a la vez. Podía huir, su fuerza oscura todavía no lo había inmovilizado del todo…
Pero los ojos verdes de Rosa lo hipnotizaban, y su silueta se adentraba en su mente, donde se fundían apasionadamente entre llamas negras.
Rosa, victoriosa, se enredó en su pelo corto y castaño, dejando una huella que nadie fue capaz de descubrir.
Le arañó el alma y le arrancó la vida lentamente, hasta que no quedó nada de luz. Lo envió al fuego del que provenía, pero lo hizo sin sangre, sin armas. Fue un beso lo que detuvo su corazón.


***
A la mañana siguiente, sus familiares y la policía rodeaban el cuerpo pálido de Ángel, rodeado de pétalos negros, que desaparecería unos minutos después.
Su madre lloraba, desconsolada, y rezaba por el alma de su hijo. Era en vano: Rosa le había reservado un lugar en el infierno, y él no había querido rechazarlo.

3 comentarios:

  1. Tus historias siguen siendo increibles,como siempre.Me encantó
    Besos de chocolate (:

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  2. Adentrarse en tus relatos, es vivir con intensidad cada secuencia que narras.
    Me gusta.
    Besos y susurros dulces

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Empaña las paredes de mi palacio con tu voz, y escribe en el cristal tu nombre :)