"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

martes, 27 de septiembre de 2011

No tiene sentido.


Descolgué el llavero con brusquedad y lo miré, sin verlo. Lo que veía eran palabras, palabras entonces transparentes, frágiles y olvidadas que en su momento me parecieron reales. El cangrejo rosado me miraba, pero yo no quería verlo. “No quiero volver a verlo” pensé.
Jugueteé un rato con él en mis manos, paseándome por mi pequeña habitación, sintiéndome encerrada mientras maquinaba mi sencilla liberación. Sencillo. Últimamente nada había sido sencillo y, sin embargo, en la sonrisa inocente de aquel pequeño crustáceo pude leer las instrucciones que debía seguir a continuación.
Era tan fácil como cruzar la calle.
No me despedí de él como una se despide se sus recuerdos; no besé el llavero ni me detuve a observarlo mientras los momentos que vivimos fluían en mi atolondrada cabeza. No escuché aquella canción ni intenté olvidarla. Pero mentiría si dijera que no había un pequeño nudo en mi garganta, allí donde solían estar mis cuerdas vocales, desgastadas de no decir nada. Mi mano izquierda tembló un poco cuando coloqué el pequeño cangrejo sobre sus patitas, y no pude evitar echar un vistazo a mi balcón desde allí. Pero el miedo, el dolor de las mentiras no pronunciadas y el frío interno que me acompañaba desaparecieron cuando comprendí una cosa. Me pregunté si te darías cuenta de que no había llaves colgando del llavero. Aunque no lo hicieras, para mí era un dato importante. No había llaves, ¿para qué iba a haberlas? No había llave capaz de abrir aquella sala donde nuestro pasado quedaba invisible bajo el polvo acumulado, inmutable, como nosotras. No había nada que pudiera impedir que, tras meses de abandono en aquel rincón infranqueable, éste desapareciera, sucumbiendo bajo su propio peso. Pero dudaba que tú supieras eso. Quizá en lo más profundo de ti, si es que quedaba algo. No me importaba qué podía pasar a partir del instante en que tus ojos se posaran en lo que un día, cuando el mundo era joven todavía, fue un regalo. No me importaba lo qué le pasara a él… ni a ti.


Tal y como había previsto llegaste a las cinco y cuarto a la parada de autobús. Hiciste bailar un pie, incómoda, y analizaste la idea de sentarte en el resbaladizo banco metálico. Te sentías observada, como siempre. Sin embargo, aquella tarde notabas una nueva amenaza, pequeña, silenciosa, inmóvil. Entonces reparaste en el llavero que descansaba sobre el banco, sin más compañía que las huellas que, apenas unos momentos antes, yo había dejado en él.
Estoy segura de que tu mano tembló más que la mía cuando lo recogiste con la mirada perdida. Y no pudiste resistirlo. Miraste hacia mi balcón, justo enfrente de la parada.
Pensaste que yo estaría cerca, observándote, y tenías razón, como ocurría a veces. Te enfadaste y tu cara hizo una mueca asqueada cuando pensaste que te había seguido. Te volviste hacia todos lados, como desafiándome a salir de mi escondite. Pero también te equivocaste, como casi siempre. No había sido un intento de provocación. Era un punto y final, tan poético y tenso como uno de esos finales de película que tanto te gustaban. Esos que no tienen sentido. Como tampoco lo tiene permanecer junto a alguien que no te quiere a su lado.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Corría. Se abalanzaba contra el asfalto como un alma desesperada que busca una salida en la oscuridad.
Dejó atrás el centro de la ciudad y se adentró en la enorme calle que desembocaba en el barrio más afectado sin dejar de correr, sin dejar de torturarse con más preguntas que se destruían contra las paredes derruidas de la ciudad silenciosa. Todo había enmudecido, sólo algunas farolas emitían una luz débil. Aquel silencio contrastaba con el ruido ensordecedor y con los gritos de pánico, cuyo eco había desaparecido. Si él no hubiera estado allí cuando sucedió, habría creído que había sido un bombardeo. Parecía la guerra; no había gente en la calle y podía sentirse en la piel el terror que allí se había sentido apenas unas horas antes. Conforme se acercaba a su hogar había más polvo en el aire, luchando contra la oscuridad en un intento de dominar la ciudad.
La desolación lo perseguía y por eso no podía aminorar la marcha. Todo se había roto; las viviendas, las aceras, las tiendas, la esperanza. Corría tan rápido y sus pies chocaban con tanta fuerza contra el suelo sucio que cada paso hacia delante sacudía su pecho y le golpeaba en las sienes. Respiraba con rabia, tragando parte del polvo que había levantado la destrucción. En su carrera fugaz miraba a un lado y a otro, empapándose de cada hueco que había reemplazado a una vida, a cientos de ellas. Intentó no gritar cuando sus ojos enfocaron perfectamente la sombra oscura del edificio donde había vivido desde el momento de su nacimiento, intentó pensar que aquello no era real, pues parecía una película de terror. Pero el miedo fue más fuerte, y Ian gritó con todas sus fuerzas. Su joven voz viajó entre las estructuras torcidas y se coló por la ventana abierta de un dormitorio que nadie volvería a habitar. Mucha gente había huido, y los que no lo habían hecho se mantenían a cierta distancia de la ciudad del Sol.
Cuando sintió que sus piernas se habían cargado tanto de adrenalina que iban a estallar, un par de personas se cruzaron en su camino y se quedaron mirando fijamente sus ojos azules como si hubieran visto un fantasma. Ian reconoció en ellos a unos ancianos que habían vivido en el edificio contiguo al suyo desde siempre. Tenían los ojos hinchados de llorar y parpadeaban mucho, como si quisieran seguir llorando, pero sus glándulas lacrimales se habían quedado sin reservas. Ian siguió corriendo, y cuando se giró, un poco más adelante, ellos ya habían vuelto la mirada a su hogar desolado, intentado comprender cómo toda una vida puede cambiar en cuatro segundos. Revivió ese momento y sus rodillas estuvieron a punto de doblarse. El peso del dolor de todos los sobrevivientes lo presionaba desde arriba. Tanto el polvo como la mirada vacía de aquellos ancianos le picaban en los ojos. Comenzó a darse cuenta de que había algunas personas más delante de sus edificios, llorando o contemplando su pasado, toda una vida. En silencio. Nunca había visto su ciudad así. Se sentía en una pesadilla horrible en la que no podía hacer otra cosa que no fuera correr, huir… Olvidar.
Pero la realidad se cernía sobre él y el paso de los dos gigantes que asolaron la ciudad era evidente, sus huellas estaban por todas partes.