"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

sábado, 25 de febrero de 2012

Guille.

Ni siquiera sé cómo salió el tema. Guille me apartó de los demás y comenzó a hablarme de sus inquietudes. Era increíble lo mucho que había cambiado en tan poco tiempo. Yo había sido de los últimos en llegar al grupo y, sin embargo, él me había escogido como confidente. Sí, Guille, el chico más tímido y reservado que existe en todo el mundo.
Entre consejo y consejo, dejé caer una queja que pretendía ser inocente, y Guille, como era de esperar, captó el mensaje al vuelo. Me pasaba algo, él lo sabía, y no sólo eso: necesitaba contárselo.

Es extraño lo mucho que pude confesarle aquella noche. Normalmente me cuesta horrores abrir mi corazón incluso con las personas más cercanas a mí, esas que no necesitan palabras para saber lo que pienso.

Cuando empecé a hablar, simplemente no pude dejar de hacerlo.
Se lo conté todo, desde el principio, con la voz tranquila y gesticulando a mi manera. Guille escuchaba en silencio, absorbiendo cada palabra que yo pronunciaba, procesando la información como un ordenador. De vez en cuando me interrumpía para dar su opinión, pero yo hablé casi todo el tiempo.
Supongo que fue por eso por lo que le confesé cosas que no había confesado a nadie, por su facilidad para escuchar y entender a la gente.
Le dije que yo era una mimada, que lo tenía todo, que era frágil y que necesitaba madurar para poder seguir adelante.
Le conté mis dudas, mis miedos, le hablé sobre mis celos. Y él lo comprendió todo.
Le confesé mis errores, reafirmando mi culpa, sin ocultar nada, porque no tenía por qué mostrarme orgullosa en su presencia, porque ya no merecía la pena hacerlo delante de nadie. Me sinceré conmigo misma en voz alta, y aunque lo había hecho antes mentalmente, me quité un peso de encima al hacerlo a su lado.

Lo más extraño de todo fue mi forma de hablar. Estaba desmigando mi corazón pero mi voz no temblaba, ni tampoco mis piernas. Estoy segura de que aquello se debió a todo lo que había aprendido en una sola semana.

¿He dicho que no me tembló la voz? Miento. Lo hizo en un momento, de forma casi imperceptible, pero Guille lo notó. Y me “abrazó”. Lo escribo entre comillas porque para cualquiera eso no fue un abrazo, pero para Guille sí, y aquello era insólito, por lo que me sentí muy afortunada.

Hablamos durante todo el camino a casa, provocando comentarios maliciosos entre el resto de amigos, y me dio fuerzas, aunque yo ya las tenía. Me ayudó muchísimo hablar con él, de aquella forma tan súbita e inesperada, sobre algo que no pensaba tratar con nadie.

Se mostró maduro e inteligente, cosa que no me sorprendió, aunque sí lo hizo el hecho de que sabía más del amor de lo que cualquiera creía.

Gracias, Guille, por querer conocerme mejor y por ayudarme a hacerlo a mí también.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Despierta.

Siempre hay solución para todo. A veces, la solución es cerrar los ojos, poner los brazos en cruz y dejarse mecer por el agua fría.

Ellen se sorprendió al descubrir que la solución residía en el problema. La solución no era otra que crecer, por dentro y por fuera, para superar cualquier situación.
A primera vista parece fácil, pero es de ese tipo de cosas que no vemos a menos que no tengamos otra opción. Ésa era la solución: quedar arrinconada y encontrar las fuerzas para salir de allí, de aquel laberinto que tenía más salidas de las que cabría imaginar.

Cuando desvelamos nuestra fortaleza y nos sorprendemos de su magnitud, nuestra fuerza se multiplica. Es en las peores situaciones cuando más aprendemos... si despertamos a tiempo.

Por eso, cuando Ellen pensó que Ian echaba abajo su mundo, no vio que en realidad lo que hacía, de forma voluntaria, era ayudarla. Ayudarla a conocerse, a sufrir, a aprender a ser más fuerte.
Cada mariposa que batía las alas frenéticamente en su estómago daba una puntada en la herida, hasta dejarla completamente suturada.
Ellen comprendió que debía abrir los ojos al mundo tal y como era: imperfecto. Debía aprender a valerse por sí misma.

Descubrió que si reprimía las lágrimas, sus ojos siempre estarían mojados, y lo hizo en el momento en que se rindió al llanto. La primera vez lloró hasta quedar sin lágrimas, la segunda, agotó sólo la mitad de sus reservas saladas. Fue a la tercera vez, cuando relajó la cara y el corazón, cuando la sorpresa la sacudió con fuerza: una lágrima solitaria rodó por su mejilla. Sólo una. Y a partir de entonces, no volvió a llorar, precisamente porque sabía que podía hacerlo cuando quisiera.

Ellen dejó de darle cien vueltas a las cosas, olvidó el futuro y se centró en el presente, que volaba con rapidez hacia el pasado. Se dejó llevar e ignoró todo aquello que no dependía de ella, pues era ridículo preocuparse por lo inevitable.

Encontró placeres pequeños, que la anestesiaban lo suficiente como para amenizar cada momento, pero sin llegar a adormecerla.
Comenzó a imaginar lo inimaginable, concibiendo ideas inconcebibles hasta entonces. Superó sus miedos paso a paso.

¿Que le daba miedo ser dependiente de Ian? Pues ella encontraba cosas que hacer para aprender a vivir sin él, sin dejar de quererlo.
¿Tenía miedo a la sangre y se mareaba con sólo oír “quirófano”? Pues comenzó a ver una serie de médicos, siendo capaz de mirar incluso en los momentos en los que operaban a un paciente, y se enganchó a la historia de amor entre la cirujana y su jefe.
¿La aterraba la idea de vivir sola? Meses antes se agobiaba con sólo imaginárselo. Pero todo cambió, y era capaz de verse viviendo sola, en cualquier parte, porque estaba segura de que podría hacerlo, y no sólo eso; se sentiría tan bien como en aquel momento, derribando muros de hormigón, superando las fronteras que ella misma se había impuesto.

Haría eso y mucho más, porque sabía que, aunque al principio le costaría demasiado, la recompensa merecería la pena.

Consiguiera o no su objetivo, el dolor la había curtido. Ni siquiera el dolor había sido para tanto. Se sentía fuerte, diferente, y feliz.
Por eso, aunque todo acabara mal, Ellen habría aprendido mucho más que si su mundo permaneciera intacto e idílico.

Comprendió que ese mundo había caído, pero los cimientos permanecían firmes, y contaba con fuerza suficiente como para construir otro, más resistente y feliz.