"Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt" Goethe.
De la más alta euforia a la más profunda aflicción.

martes, 22 de noviembre de 2011

Punto y final :)

Recorrí los rígidos lomos de los libros más recientes con las yemas de mis dedos.
En la biblioteca de mi memoria hay estanterías de madera que recogen todos mis recuerdos. Algunos de los libros están escritos a mano, otros, a ordenador. Los hay ligeros, pequeños, que se corresponden a momentos de menor importancia; y gruesos, enormes, de páginas pesadas: los más importantes de mi colección.
Mi biblioteca es mi lugar secreto, mi refugio, donde me oculto cuando quiero estar sola. Muchos creen que estar sola significa no tener gente alrededor, pero para mí, la soledad implica mucho más que eso. Una puede estar rodeada de gente y sentirse sola.

Me acerqué a los libros más nuevos, a los recientes. Suelo dedicar un libro a cada persona que influye en mí, y la penúltima estantería estaba, como el resto, llena de pequeños libros personales, de colores más vivos conforme se acercaban a la estantería del presente. Durante los últimos meses me obsesioné con la penúltima estantería. Busqué en sus libros quién dijo esto y quién hizo lo otro, intentando encajar las piezas del rompecabezas que amenazaban con romperme a mí también. Quería asegurarme de que todo había sucedido como recordaba, de que yo no había hecho nada de lo que se me acusaba. Y así fue. Ni rastro de pruebas que verificaran aquellas inculpaciones. Sólo palabras transfiguradas que reptaban entre los libros y que se escondían en bajo la alfombra cuando me acercaba lo suficiente. Palabras manipuladas.
Tras repasar los libros que describían mis relaciones con esas personas que vivían en lo que acabé comparando con una enorme burbuja, había un libro entero en el que sólo escribí “¿Por qué?”. Páginas y páginas rellenas con aquella pregunta corta, directa, ¿retórica?. Me devané los sesos intentando conocer el por qué, pero escapaba a mi razón, era realmente inexplicable.
En una ocasión leí que sólo aceptamos una verdad si antes la hemos negado con firmeza. Y, de repente, sin pretenderlo, lo entendí: no había nada que buscar. Por mucho que lo hiciera no podría encontrar aquella respuesta, pues las versiones de cada persona implicada eran diferentes. No tenía sentido. Así que decidí abandonar para siempre la estantería, sólo después de colocar un punto y aparte tras el rencor y la impotencia. Sólo entonces, cuando pude oír sus nombres, ver sus caras y referirme a ellos sin que la pregunta que me había obsesionado me llenara de sal los ojos, ordené que construyeran una estantería nueva. Sólo cuando conocí la verdadera indiferencia. Cambié de capítulo, de libro, de todo. Empecé desde el principio, y abandoné la estantería. Hasta ahora.
Hoy, sin saber porqué, el libro que se refiere a Vic ha aparecido sobre la alfombra, justo encima del escondite de las serpientes. Me gusta que mis recuerdos estén ordenados y me he agachado a recogerlo, sin el mínimo temor, pues no puede hacerte daño algo que no sientes. Desconozco también la razón que me ha llevado a abrirlo. Es un libro violeta, de tamaño considerable, aunque sus páginas disminuyen de espesor conforme transcurren los diferentes episodios. El libro, como obedeciendo a una orden silenciosa, sin duda de mi subconsciente, que ejerce cierto poder entre mis recuerdos; se ha abierto por la última página, donde me mostraba una fotografía suya. Era una fotografía tomada hoy. Me he concentrado tanto en su rostro que el resto de cosas se han difuminado hasta el punto de marearme un poco. Y, de entre todas las cosas que pensaba, una idea primaba sobre el resto: no la reconozco. Nunca había visto sus ojos tan pequeños, ni su nariz tan exageradamente grande. No conocía a la chica de la foto, aunque se pareciera a alguien que fue mi mejor amiga. La foto ha comenzado a moverse, y he podido ver los gestos y movimientos que en un principio me parecieron entrañables, que más tarde me irritaron y que hoy me parecen simplemente, parte del decorado.
He cerrado el libro y le he dedicado un momento de reflexión, sin importarme las posibles criticas que pudiera tener referirme a ella, que seguramente leerá estas palabras. A diferencia de mí, que hace tiempo abandoné los libros que las trataban a ellas, pues no me aportaban nada y, como he dicho, no me ayudaban a encontrar ninguna respuesta. Leer sus palabras sólo me confundían.
Le dediqué ese momento en forma de despedida definitiva, pues hoy soy capaz de asegurar que no volverá a aparecer aquí. Aunque los recuerdos son indestructibles, podemos olvidarnos de algunos para siempre, aunque nunca desaparezcan del todo.
Y eso hice. Dejé el libro en su lugar y me alejé de la estantería para contemplarla. No hizo falta cerrarla con llave, pues algo me decía que no iba a sentir ninguna tentación de volver a abrir ninguno de aquellos tomos.

Es irónico; durante mucho tiempo me obsesioné con el pasado hasta el punto de no disfrutar al máximo el presente y, de la noche a la mañana, comprendí por qué mi mente estaba intranquila. Sorprendentemente, me di cuenta de que había aprendido a vivir sin aquel pasado que llegué a considerar esencial. Y, al contrario de lo que muchos puedan llegar a pensar, me encanta la vida que llevo ahora. Tengo todo lo que necesito. He tardado en comprender algo que todos decimos, creyendo que realmente lo sabemos, pero que no sentimos hasta que realmente maduramos y empezamos a conocernos a nosotros mismos: la amistad no es tener a mucha gente a tu alrededor, gente que miente al decirnos que somos imprescindibles, sino que se consigue teniendo a muy pocas personas contigo, personas de verdad. Para mí, madurar implica conocerse a uno mismo, escuchar su corazón, su mente. Aprender a hacer lo que queremos realmente sin preocuparnos del qué dirán.

Desde la burbuja todo se ve de forma distinta. Recuerdo que, la primera vez que me atreví a sacar un brazo de aquella cápsula redonda sentí miedo. Era extraño sentir el aire fresco en la palma de la mano, en el antebrazo. Mucho más tarde, cuando la abandoné por completo, me sentí realmente feliz al comprobar que los valores de la gente del exterior coincidían con los míos, que no estaba equivocada. Me sentí bien.

Quiero dedicar este capítulo de mi vida a aquellos que siguen obcecados en mis errores, aquellos que no creen que haya nada más allá de la burbuja en la que viven. Sus voces, por muy altas e imponentes que quieran sonar, no llegan a mis oídos; su eco retumba en la burbuja que ellos mismos construyeron.

1 comentario:

  1. Dios mio, es decir, menuda historia, y que final, sinceramente me has atrapado en su lectura desde la primera frase. Increible, pocas veces leo cosas que me gustan tanto, de verdad. Sigue así, cada día me gustas más

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Empaña las paredes de mi palacio con tu voz, y escribe en el cristal tu nombre :)